Las nuevas urbanizaciones de lujo en Cartagena de Indias acorralan a los pueblos pesqueros
ANDY ROBINSON. LA VANGUARDIA.- Es casi imposible acceder ya al antiguo pueblo pesquero de La Boquilla desde la carretera que sale de Cartagena de Indias hacia Barranquilla por el nuevo viaducto sobre la Ciénaga. Un estrecho camino de tierra lleno de baches que se convierte en un barrizal cuando llueve, se cuela entre 33 hoteles rascacielos y un centro de convenciones de la promoción Los Morros . La mejor forma de cruzar a la playa es a través del vestíbulo del hotel Holiday Inn como un huésped más. Pero esto no es fácil para un vecino de La Boquilla, poblado mayoritariamente por negros de origen africano y pocos recursos.
Las autoridades dicen que la ausencia de un camino asfaltado de acceso a La Boquilla fue un fallo de planificación al construir el viaducto que conecta el centro de Cartagena con las flamantes promociones inmobiliarias de alto standing, en el norte de la ciudad, Barcelona de Indias y Serena del Mar. Pero José Gabriel Ortega, el presidente del consejo comunitario de La Boquilla, un pueblo de 18.000 habitantes cuyos orígenes datan del siglo XVIII, tiene otra explicación.
“Estamos en un sándwich; para ellos somos un estorbo y nos quieren quitar de aquí”, dice sentado en una de las pequeñas casas de La Boquilla en primera línea de la playa. “Existen maquetas y planos de cómo va a quedar esto y no está contemplada ni una sola comunidad original, ni Tierra Baja, Punta Canoa, Manzanillo del Mar ni La Boquilla”, dice.
A La Boquilla llegaron en 1967 Marlon Brando y Gillo Pontecorvo para rodar Queimada, aquel análisis cinematográfico de los levantamientos de esclavos en el Caribe a principios del siglo XIX. Tal vez el recuerdo de la película ayude a los vecinos a resistirse ante los cantos de sirena de los inmobiliarios que han hecho ofertas de compra para que se vayan. En otras comunidades afrocolombianas más pequeñas como Manzanillo y Tierra Baja acorraladas también por la implacable urbanización turística, muchos se han marchado. “Se vendieron por un espejito”, dice Ortega.
Hoteles y apartamentos desplazan a la población local,
negra y empobrecida
Sentada al lado, Rosa Calderón, de 65 años, hija de pescadores, vende vestidos hechos con las pestañas que sirven para abrir las latas de cerveza. “Yo soy boquillera; nací aquí cuando eran dos calles de casas de madera, cuando pescaban sábalos (lubinas) cada día con arpón en la Ciénaga; los gitanos traían el agua en carromatos; me disfrazaba para las fiestas de la Candelaria en la playa”, recuerda. “Antes de marcharme de aquí, viviría en la playa; ¡jamás vendería!”. Pero quizás Rosa es la excepción. “Marlon Brando buscaba extras que hicieran de esclavos; muchos se ofrecieron, yo tenía doce años y no quise ser esclava”.
Con su ciudad antigua amurallada, atestada de turistas, el famoso convento de Santa Clara ya de la marca Sofitel, un millón de pasajeros de cruceros al año, y el barrio de Getsemaní, gentrificado pero sólo para la gente cool, Cartagena tiene algo de Barcelona. Aunque aquí las contradicciones habituales de este modelo de desarrollo se multiplican por mil. A fin de cuentas, Cartagena es la ciudad más desigual de Colombia, el país más desigual de Latinoamérica, la región más desigual del mundo. Se ha reducido la pobreza del 55% al 27% desde el 2000, pero, aun así, son muchos pobres para esconderlos de la mirada turística.
“La ciudad amurallada es un simulacro; una puesta en escena”, dice Carlos Días Acevedo, director de la organización Puntos de Encuentro, que defiende modelos alternativos de desarrollo para la ciudad.
“Para implantar un modelo como el de Barcelona habría que compaginar el turismo con la inversión en las barriadas como la Popa”, dice el escritor Javier Ortiz. Se refiere a la ciudad de chabolas visible desde el avión durante el aterrizaje en el aeropuerto internacional por donde pasan cuatro millones de turistas al año. “Habría que invertir en infraestructura sanitaria porque cada vez que llueve se revienta el alcantarillado; habría que hacer frente al turismo sexual”.
Los planes urbanísticos no respetan las tierras comunales de los afrocolombianos
En lugar de incorporar los elementos sociales y urbanísticos de aquel modelo Barcelona, Cartagena ha optado por otra clase de imitación: Barcelona de Indias, una nueva urbanización para la clase media alta, a unos cinco kilómetros al norte de La Boquilla. “Las casas de más valor son de Pedralbes. Así es en Barcelona, ¿no es cierto?”, pregunta Arturo Cepeda, promotor de Barajas Constructora. “Hoy te va a costar una casa en Pedralbes 3.000 millones de pesos (unos 800.000 euros); en Sarrià, un poco menos, y en Gaudí, 250.000 euros”. Un Range Rover color dorado está aparcado delante de una de las casas de Sarrià, todas de diseño y lujo minimalista. “Tenemos al lado excelentes colegios como el Británico y el Jorge Washington”, añade Cepeda.
Me acompaña a otra urbanización con una piscina de 3.500 metros cuadrados y una playa artificial. “¡Esta es la Barceloneta!”, anuncia, pronunciando la c con el sibilante acento colombiano. “¿Qué pasa con la Barceloneta de Barcelona?”, pregunta. “Pues en su día era un barrio popular”, respondo. “¿Popular?” , dice con un gesto de incomprensión. A un kilómetro y medio al lado de la playa hay siete nuevos hoteles, entre ellos el Karmairí de Meliá (sólo para adultos), y un campo de golf. Estos establecimientos acorralan a la comunidad afrocolombiana de Manzanillo del Mar, igual que hace Los Morros con La Boquilla.
Junto a la Barceloneta está Montserrat, y detrás, una plaza comercial con un supermercado y una pizzería de la franquicia Archies. “Estas son las Ramblas”, declara Arturo. Un pájaro espectacular de colores psicodélicos levanta el vuelo delante del coche, pero no sabe de qué especie se trata. “Si alguien quiere comprar, que me llame personalmente” se despide.
Al otro lado del viaducto se extiende una urbanización mucho más grande que Barcelona, aunque se encuentra aún en la primera fase de construcción. Serena del Mar –con 1.000 hectáreas de suelo– se anuncia como una nueva ciudad con su propio hospital privado –el más grande de Latinoamérica– y un complejo universitario. Es una promoción de la familia Haime, terratenientes multimillonarios, promotores de parte de Los Morros. La dirige Rafael del Castillo, el empresario cartagenero que, provisionalmente, formó parte del gobierno del presidente conservador Iván Duque tras su victoria en el 2018.
Serena del Mar se anuncia como una nueva ciudad con su propio hospital privado, el más grande de Latinoamérica
Un campo de golf diseñado por Robert Trent Jones y un canal entre la Ciénaga y el mar para yates y motos de agua completarán la oferta cultural de Serena del Mar, aunque pueden resultar problemáticos para la delicada ecología de los manglares caribeños donde la Ciénaga se está secando tras tanta construcción.
Colombia es el país de los desplazados. Más personas se han visto forzadas a abandonar sus hogares debido a la violencia y la guerra que en Siria. En los barrios populares del norte de Cartagena muchos vecinos proceden de zonas del conflicto.
La ciudad, además, es un caso extremo de gentrificación. “Se habla mucho de los desplazados por el conflicto, pero también hay vecinos que se ven obligados a dejar sus hogares por las nuevas construcciones y los macroproyectos. Estas edificaciones generan un movimiento de gente mayoritariamente afrocolombiana dentro de la ciudad” , explica Soledad Bermúdez Martínez, líder comunitaria de la organización ciudadana Funsarep en el barrio popular de Santa Rita. Por eso, aunque los grandes proyectos inmobiliarios se llevan a cabo en el norte, en términos de población “la ciudad crece hacia el sur”, dice.
Lo irónico es que los habitantes de La Boquilla y otras comunidades históricas que se encuentran en el nuevo frente del boom inmobiliario y del consiguiente desplazamiento vecinal lograron una victoria histórica en el 2012 que, según se esperaba, garantizaría su permanencia. En abril de ese año, el entonces presidente de EE.UU., Barack Obama, asistió a la Cumbre de las Américas. El presidente colombiano Juan Manuel Santos le invitó a que entregara a las comunidades afrocolombianas del Caribe los títulos de propiedad sobre las tierras de sus respectivas comunidades. Los vecinos, en su mayoría descendientes de esclavos, obtenían así, al menos en teoría, el usufructo de estas tierras.
Más personas se han visto forzadas a abandonar sus hogares debido a la violencia y la guerra que en Siria
“No lejos de aquí sus antepasados se compraban y se vendían”, anunció Obama. “La entrega del título de estas tierras (…) los hace nuevos propietarios y partícipes de la nueva Colombia”. La cantante Shakira acudió a la ceremonia.
“El título colectivo supuestamente nos blindó para que no pudieran seguir construyendo como antes. Pero resultó ser una parafernalia para impresionar a Obama”, dice Ortega. Los terrenos con títulos colectivos se han convertido en pequeños islotes en un mar de hoteles y apartamentos de lujo. Esto pese a que, por la lógica de los derechos históricos, toda la zona de Serena del Mar y Barcelona de Indias debería ser propiedad de las comunidades afrocolombianas.
Pese a ello, bajo el plan de ordenamiento territorial todo el suelo tiene que ser recalificado como urbano para facilitar las urbanizaciones y el turismo.
“Esto no es compatible con la titulación colectiva que requiere que sea suelo rural”, advierte Ortega. Si no se detienen, se calcula que los nuevos planes urbanísticos, que se basan en estrangular los espacios comunales para luego comprarlos a la baja, pueden “desplazar a 30.000 familias”.
Pero no es fácil convencer a los políticos para que defiendan los derechos de las comunidades afrocolombianas. La razón, como explica Ortega, es muy sencilla: “En Barcelona de Indias viven personas de la élite del país. Los más poderosos. Concejales, alcaldes, hasta el marido de la vicepresidenta tiene propiedad allí”.