El activismo milenial norteamericano ha convertido «apropiación cultural» en sinónimo de «racismo», y aquí no faltan papanatas para repetirlo
JUAN SOTO IVARS. EL CONFIDENCIAL.- Para explicar cómo es posible que activistas de izquierdas terminen llamando racista a un blanco que lleva rastas hace falta dar un rodeo. El pecado del blanco con rastas es, supuestamente, la apropiación cultural. Este concepto ha dejado de ser un recurso de análisis y se ha deslizado al terreno de las acusaciones y la sospecha. El activismo milenial norteamericano ha convertido “apropiación cultural” en sinónimo de “racismo”, y aquí no faltan papanatas para repetirlo. Sucede esto en la tensión paranoica de sociedades con desigualdades históricas que, como la nuestra, han terminado confundiendo la cosa con su representación. Pues bien, lo diré sin paños calientes antes de explicarlo: lo que encierra la mayor parte de los alegatos contra la apropiación cultural es prejuicio, ansia de pureza y una ignorancia profunda sobre lo que significa la cultura.
El concepto brotó en los setenta de la comunión entre la antropología poscolonial y los estudios culturales. Fue George Lipsitz quien lo acuñó para referirse a lo que ocurre cuando una cultura “mayoritaria” toma elementos de una cultura “minoritaria”. Por ejemplo, cuando en Estados Unidos los blancos empezaron a interesarse por el jazz y popularizaron esa extraña palabra y esa increíble música con The Original Dixieland Jazz Band, cuyo éxito creó un nuevo mercado y un nuevo estilo de vida entre los blancos. La apropiación cultural serviría, entonces, para designar la explotación por parte de las industrias culturales de determinados símbolos exóticos sin rendir cuentas a la cultura originaria, de forma simbólica (como reconocimiento) o económica.
El problema, como infinidad de autores han señalado, es que el concepto de cultura de Lipsitz y sus seguidores es esencialista, y por tanto erróneo. Los teóricos de la “apropiación cultural” olvidan que las culturas tienen límites difusos (si es que los tienen) y son entes en permanente transformación. Ninguna cultura está en posesión de sus elementos característicos porque, si nos remontamos en la historia, hasta los elementos más “esenciales” de una cultura suelen ser préstamos de otra. Tampoco está claro el «robo»: cuando una cultura mayor elige un elemento de una menor, también difunde la cultura menor. Posiblemente Louis Armstrong no hubiera sido tan famoso sin que la industria cometiera su «apropiación».
Racismo antirracista
Pero la paradoja más deliciosa de la apropiación cultural es que quienes emplean hoy el término para denigrar a otros están encerrados en un paradigma xenófobo. La forma más fácil de demostrarlo es buscar un caso inverso: acudir a los primeros “contagios” de elementos culturales negros en la gran sociedad blanca. Quienes se oponían a esta “contaminación”, quienes defendían entonces los límites entre las culturas y la pureza de cada una, eran fundamentalistas blancos. Lo mismo pensó Hitler, que prohibió en Alemania cualquier expresión cultural “cosmopolita” (de nuevo, como el jazz) por “deformadora” y “judaizante”.Los actuales enemigos de la apropiación cultural están inventándose las culturas que dicen defender.
Cabe preguntarse qué era, pues, la cultura aria o WASP (protestante y blanca) que defendían los nazis y los puritanos, respectivamente. ¿De dónde venía? ¿Eran sus orígenes, como se empeñaban en decir los teóricos, tan limpios e inmaculados, tan ajenos a otras culturas, religiones y razas? La respuesta es que no. Los nazis tuvieron que inventar la raza aria y falsear una historia a su medida, y los puritanos la identidad protestante y blanca. Pues bien: de la misma forma que aquellos, los actuales enemigos de la apropiación cultural están inventándose las culturas que dicen defender. Además, la confusión que producen entre etnia, raza y cultura es teóricamente insostenible.
A este respecto reflexiona Kwame Anthony Appiah en su libro ‘Las mentiras que nos unen’ (Taurus), que es un canto a la riqueza del mestizaje que no olvida, en ningún momento, las desigualdades sociales del presente y las deudas históricas de ciertos grupos. El autor es un erudito de las religiones que demuestra que, reflejado en el espejo de los siglos, ningún elemento cultural es puro o impropio. Así, como decía al inicio, consideran las rastas una propiedad de la negritud, un rasgo de su esencia, y acusan de racista a un blanco que las luce sin que el probable e hipotético viaje de las rastas desde la India hasta África y de África hasta Jamaica, y de ahí al cabello del cantante de Korn, blanco y californiano, les suponga el más mínimo motivo de duda o de zozobra.
Pero una vez que han tomado la decisión respecto a un signo visible y su propiedad, estos activistas se muestran horriblemente posesivos. En el mundo del flamenco siempre se llamó a esta clase de gente «purista»: los que hoy acusan a Rosalía de apropiación cultural demuestran ignorar, incluso, qué es el flamenco. Así, por ejemplo, toman como flamencos instrumentos que no lo eran y que aborrecieron los puristas de ayer: el cajón, sin ir más lejos, es un instrumento que viene de Perú, que pasó después por Cuba y que introdujo en la tradición gitana del flamenco un payo, Paco de Lucía, en los años setenta. ¿Le sería posible hacerlo hoy sin que le saltaran al cuello activistas de la identidad? ¿Sin que le llamasen racista por ser un payo que se lucra con un arte gitano y además roba a los peruanos su cajón? Difícilmente.
Hay que parar la bola
Pensadores tan dispares como Robert Hughes, Mark Lilla o Camille Paglia están señalando ya esta paranoia de la apropiación cultural como un asunto extraordinariamente peligroso, que esclerotiza la cultura. Por si fuera poco, este orgullo racial delimitado por fronteras está creando el antagonista perfecto para el viejo identitarismo blanco, que también reclama su propia pureza. Pero pese a las resistencias, los escándalos por apropiación cultural son cada vez más frecuentes. Germinan entre estudiantes hiperventilados y sus aborrecibles profesores de estudios culturales, se difunden por las redes sociales, crecen en forma de debates mediáticos y terminan convertidos en la guillotina de anuncios, películas, discos e indumentarias.
Solo durante los últimos dos meses se ha acusado a Kendall Jenner y Lali Espósito de racistas por hacerse peinados afro, a Rosalía por ganar los premios MTV con su mestizaje flamenco y trap, a Johnny Deep por grabar un anuncio de Dior (ya eliminado) vestido de nativo americano, a Scarlett Johansson por mostrar su interés en interpretar a una judía, a Iggy Azalea por cantar rap siendo blanca, a Kim Kardashian por bautizar su marca de fajas con el nombre “Kimono” (ya lo ha cambiado) y a Carolina Herrera por inspirar unas prendas en el sarape de Saltillo. Y en octubre, como cada Halloween, tendremos unos más cuando estudiantes blancos decidan que es divertido disfrazarse de indio, de jugador negro de la NBA o de cualquier personaje distinto de un zombi (blanco).
Y todo esto en un clima periodístico nauseabundo en el que muchos medios aceptan que es más racista la mujer blanca que se hizo trencitas que los cuarenta imbéciles que la acusaro de robar, y en consecuencia escriben titulares acríticos que no hacen sino engordar la bola. Una bola que los verdaderos antirracistas, los amigos de lo mestizo y los enemigos de la pureza, tendríamos que ir pensando en deshacer.