El movimiento al que Trump acusa de los disturbios violentos es una difusa red de activistas antifascistas sin una estructura nacional
PABLO GUIMÓN. EL PAÍS.- El patrón se repite. Cuando hay un problema, Donald Trump busca, antes que una solución, un culpable. En las protestas que llevan días sacudiendo el país, ya ha escogido el blanco de su dedo acusador: “Es Antifa y la extrema izquierda. ¡No echen la culpa a otros!”, tuiteó el domingo. El presidente acusa a una difusa red de activistas antifascistas, a la que el domingo aseguró que designaría como organización terrorista. La amenaza se produce después de que el fiscal general, William Barr, convertido en indisimulado brazo ejecutor de la agenda más dura del presidente, acusara también a los grupos de extrema izquierda de los disturbios que recorren el país desde la muerte a manos de la policía en Minneapolis del afroamericano George Floyd. “En muchos sitios”, dijo Barr, “parece que la violencia está planeada, organizada y dirigida por grupos extremistas anárquicos de extrema izquierda que usan tácticas como las de Antifa”.
La constitucionalidad de prohibir las actividades protegidas por la Primera Enmienda dentro de Estados Unidos conforme a la ideología es, cuando menos, discutible. La ley estadounidense solo permite la designación de terroristas a grupos extranjeros, que no gozan de las mismas protecciones. Pero el problema de Trump no es solo que Antifa no es terrorista, sino que difícilmente se puede definir como una organización. Se trata, más bien, de un movimiento amorfo de activistas que comparten una filosofía general y unas tácticas. Aunque la policía asegura que algunos activistas antifascistas están altamente organizados en células a nivel local, Antifa no es un grupo con un liderazgo centralizado, una cadena de mando y una estructura definida. Es imposible saber el número de miembros, ni siquiera definir cuándo alguien es miembro.
No existe siquiera un manifiesto comúnmente aceptado o un catálogo de posiciones, pero los militantes antifascistas comparten causas como la lucha contra el racismo, la homofobia, la xenofobia y en general la protección a los sectores de la población más marginados o desfavorecidos. Se ha vinculado a activistas de Antifa con movimientos como Occupy y Black Lives Matter. El primero fue una protesta internacional de naturaleza progresista contra las desigualdades, materializada en la ocupación del neoyorquino parque Zuccotti, junto a Walt Street, en otoño de 2011. El segundo, que se puede traducir como “las vidas negras importan”, adquirió relevancia nacional tras la muerte de dos afroamericanos en 2014, lo que dio lugar a protestas y disturbios en Ferguson, Nueva York. Activistas englobados bajo el paraguas de Antifa se hicieron notar también en las protestas contra la marcha de Unite the Right, que reunió a grupos ultraderechistas de todo el país en Charlottesville (Virginia) en 2017, y acabó con la muerte de un contramanifestante antifascista.
La palabra antifa, según el diccionario Merriam-Webster, se usó por primera vez en 1946, en oposición al nazismo tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Pero en Estados Unidos el término se ha empezado a emplear más en los últimos años, para agrupar a la constelación de movimientos antifascistas que ha emergido tras la elección de Donald Trump en 2016, como contrapeso al auge de la llamada derecha alternativa que contribuyó a su elección y que el presidente y su entorno alentaron durante la campaña y también después.
“Los antifascistas llevan a cabo investigaciones sobre la extrema derecha en internet, en persona, y a veces a través de la infiltración; los exponen, informan a sus entornos para que renieguen de ellos, presionan a sus jefes para que los despidan y piden a las salas que cancelen sus eventos, conferencias y reuniones”, explica Mark Bray, profesor de Historia en la Universidad de Dartmouth, en su libro Antifa: el manual antifascista. “Pero también es cierto que algunos de ellos dan puñetazos en la cara a los nazis y no se disculpan por ello”, admite.
Es imposible saber el número exacto de personas que pertenecen a los grupos Antifa, según Bray, porque esconden sus actividades de la policía y de la propia extrema derecha. El miedo a las infiltraciones, añade, hace que los grupos sean bastante pequeños.
Los grupos Antifa, por tanto, existen. Algunos de ellos se identifican como tales, como el Rose City Antifa de Oregón, el más antiguo del país. Pero difícilmente se puede hablar de una organización nacional, como parece sugerir Trump. Además, el hecho de que el domingo el hashtag #IamAntifa (yo soy Antifa) fuera tendencia en Twitter indica que sería complicado diferenciar entre el apoyo a la causa y la pertenencia a un supuesto grupo.