Ana Iríbar, viuda de Gregorio Ordóñez: «Quería evitar el horror a mi hijo y que viera mis lágrimas»

, , | 19 enero, 2020

«Tocaron el timbre Eugenio y María San Gil. Abrí la puerta y no tuve más que verles la cara»

A. GONZÁLEZ EGAÑA. ABC.-

¿Cómo recuerda aquel 23 de enero?

Nos levantamos muy pronto, como siempre. Le estoy viendo afeitándose con la radio puesta; con el auricular puesto. Se preparó, me dijo el «te quiero» de todas las mañanas, el beso y adiós.

Iba caminando.

Cogió su maletín, se puso su chamarra verde y se fue andando al Ayuntamiento. Siempre iba andando y la gente le paraba porque le esperaban para pedirle cosas. Sabían el recorrido que hacía a las siete de la mañana. En el Ayuntamiento había colas en el pasillo de acceso a su despacho todos los días.

¿Esa mañana hablaron en algún momento?

No. Y a mí me extrañó. Yo estaba en casa con mi madre. En cuanto acababa de comer, ella venía a ver al niño. Todo el mundo estaba con el niño como loco. Era el primero. Estábamos con Javier en brazos con sus catorce meses y sonó el teléfono. Y no era Goyo.

¿Quién llamó?

Era la madre de Eugenio Damboriena. Me dijo: «Ana, ¿ha pasado algo? ¿Le ha pasado algo a Eugenio? ¿Qué ha pasado?» Seguido llamó Eugenio para decirme: «No pongas la radio, no pongas la tele, no escuches nada que voy…» Yo tenía en ese momento a Javier en mis brazos y se lo tuve que pasar a mi madre porque se me heló la sangre. Fue como si me hubieran dado un hachazo, no sé si en la cabeza o en el corazón. Y no quise transmitirle eso a mi hijo. Al minuto tocaron el timbre Eugenio y María San Gil. Abrí la puerta y no tuve más que verles la cara. Yo les decía: «Decidme que es mentira, decidme que es mentira… Por favor». No me lo podía creer. Solo recuerdo el llanto continuo y mucha gente en mi casa, los abrazos de mis amigos…

Me acuerdo de que estaban arreglando la terraza y que había un chico descolgándose en la fachada con unas cuerdas y abrí el balcón y le dije: «Han matado a mi marido». A ese pobre casi lo mato del susto. Se fue… Mi hermana se llevó a mi hijo. Yo no me atrevía ni a mirar a Javier. No quería que viera mi mirada, no quería que sintiera todo el horror (llora). Tenía catorce meses, no podía hacerle eso. Ya iba a echar de menos a su padre, pero que no viera el horror, el terror, la desesperación que había en mí. Y educarle en el amor, pero para eso una tiene que sentirlo. Y evitar que viera mis lágrimas. Y contarle un cuento absurdo todas las noches: «Papá está en el cielo». Hasta que con cuatro años me dijo: «¿Pero dónde está mi padre? ¿Qué le ha pasado a mi padre que no lo veo?» Y le tuve que contar la verdad: «Tu padre estaba almorzando en un restaurante, entró un individuo, un terrorista, y le pegó un tiro en la cabeza y lo mató».

¿Qué le dijo Javier?

Me dijo: «¿Dónde está el asesino? ¿Qué ha pasado con ese asesino?» Y todavía no había sido juzgado ni detenido. Esa es la peor parte para todas nosotras. No solo la que tenemos que contar a nuestros hijos. Para cualquiera que haya visto cómo ETA asesinaba a su familiar, a su amigo, a su compañero, a su vecino, eso se extiende mucho. La detención, el juicio, la condena, el cumplimiento de la condena… Por eso pienso mucho en las más de 300 familias que no tienen este juicio. Me parece terrible. Y por lo menos yo puedo contar que tengo juicio, tenemos una condena y es un proceso que sigue abierto porque estamos detrás de la autoría intelectual de ese asesinato.

¿Y usted cómo está ahora?

Desde el atentado lo que da sentido a mi vida es Javier. Y si él está bien, yo estoy bien. Somos dos soledades que viven juntas.

HISTÓRICO

Enlaces internacionales