elDiario.es/The Guardian/Weronika Strzyżyńska.- La mayoría de las personas que huyen de la guerra de Putin han sido recibidos con una calurosa bienvenida, pero las mujeres y niños romaníes tienen dificultades para encontrar un hogar.
A lo largo del día, unas mujeres con el moño bien atusado salen por una puerta verde hacia la estrecha acera que se encuentra nada más salir del mercado medieval de Cracovia. Se reúnen en un rincón de un alto edificio gris para fumar cigarrillos liados a mano y charlar. Mientras, varios hombres jóvenes pasan de largo con su uniforme del ejército estadounidense intentando descifrar los mapas de sus teléfono.
Antes de la invasión de Ucrania, este edificio era un hostal que ofrecía alojamiento barato a los europeos que se iban de Interraíl antes de comenzar sus estudios universitarios. Ahora es un hogar para 80 refugiados gitanos de Ucrania, casi todos madres con sus hijos.
“Solo pido que los caseros se reúnan con nosotras antes de rechazarnos”, dice Nadia, de 42 años. Huyó de su pueblo cerca de Donetsk cuando las bombas rusas cayeron sobre la casa de su vecino en marzo. Vino a Polonia con Raia, la mujer de su hijo, de 22 años, con su hija mayor y siete niños entre todas.
Estas mujeres han encontrado trabajo en una fábrica de carne procesada elaborando perritos calientes, pero se han dado de bruces contra la pared a la hora de encontrar un hogar, igual que otros refugiados romaníes.
“Los discriminan”, dice Mariam Masudi, una de las coordinadoras de la residencia y trabajadora de la ONG Salam Lab. “No admiten a gitanos en otros puntos de acogida. Nadie quiere alquilarles nada. No conozco a nadie que haya conseguido asentarse en Polonia. Los que han conseguido salir de la residencia se han marchado al extranjero”.
Sin ayuda institucional
Según cifras oficiales, la población romaní de Ucrania es de 400.000 personas, aunque los expertos creen que esta estimación se queda corta. Nadie sabe cuántos de ellos han llegado a Polonia, según la número dos del defensor del pueblo, Hanna Machinska.
“Se trata de familias grandes e intergeneracionales. Algunas, de 30 personas. La mayoría no tiene un plan concreto cuando llega a Polonia”, explica. “La situación requiere ayuda institucional. No se puede organizar la ayuda necesaria de forma individual para grupos tan grandes de personas”.
Sin embargo, las instituciones no han ofrecido ninguna ayuda. La mayor parte de la ayuda la han organizado individuos que se han organizado por su cuenta y también ONG, cuenta Joanna Talewicz-Kwiatkowska, antropóloga de la Universidad de Varsovia, que organizó el grupo de Facebook Poland-Roma-Ukraine al comenzar la guerra. “Queríamos reunir información sobre la gente que necesitara ayuda, comunicarnos con los organismos centrales y encontrar a gente dispuesta a alojar a refugiados romaníes”, dice. “No pensamos que nos dejarían a nosotros como únicos responsables de la situación”.
Incluso el hogar que ofrece Nadia ha sido únicamente posible gracias a un donante privado de Estados Unidos que alquiló la propiedad hasta el 15 de mayo. Se puede oír cómo las mujeres sentadas en la entrada de la residencia repiten a menudo esa fecha con incertidumbre. “¿Y entonces qué? ¿Nos echan?”, dice una mujer mientras da una patada hacia la puerta a una pelota invisible.
Es una pregunta que Karol Wilczyinski, director de Salam Lab, no puede responder. “No lo conseguiremos sin apoyo gubernamental. No hay forma”, dice.
Deshumanización
Los refugiados gitanos no solo se enfrentan a la falta de apoyo, sino a una discriminación abierta, tanto por los proveedores de ayuda humanitaria, como por sus compatriotas ucranianos. El hecho de que gran parte del esfuerzo para ayudarles lo lleven a cabo voluntarios organizados por su cuenta en lugar de venir del Gobierno significa que ofrecer un trato igualitario a las minorías es algo difícil de afirmar.
“Durante los primeros días de la guerra vimos a los polacos ofreciendo gestos de solidaridad preciosos a los refugiados de Ucrania”, dice Talewicz-Kwiatkowska, miembro de la comunidad gitana de Polonia. “Nunca me habría imaginado que estaríamos aquí hablando de discriminación o deshumanización, pero eso es lo que estamos viendo”.
Según Talewicz-Kwiatkowska, a la población romaní se les ha negado el acceso al transporte y a recursos que ofrecían voluntarios que daban la bienvenida a los refugiados en la frontera. “Perseguían a los gitanos para echarlos de los puntos de acogida, donde dijeron que estaban robando ropa para venderla después. También nos llegó información sobre familias y grupos de gitanos a los que no dejaban entrar en coches y autobuses que ofrecían transporte”, dice. “Encontrar alojamiento era otro reto, porque cuando alguien no quiere tener gitanos en su coche, puedes imaginarte que no van a querer invitarlos a estar bajo su mismo techo”.
Masudi dice que los gitanos que huyen de Ucrania a menudo se enfrentan a la discriminación de otros refugiados. “Cuando ven a gitanos en el punto de acogida, los otros refugiados se dicen bien alto unos a otros que escondan sus pertenencias. Los gitanos de Ucrania están acostumbrados a enfrentarse a la discriminación y lo que experimentan en Polonia es una continuación de ello”, dice.
Estereotipos
Nadia cuenta que cuando llegó a Leópolis, el personal de la estación de tren no les permitía ni a ella ni a su familia acceder a la zona de pasajeros reservada para mujeres y niños que esperaban viajar a Polonia. “Dejaban pasar a mujeres ucranianas con sus mascotas”, dice. “Pero no querían dejarme pasar a mí. No se creían que fuera una refugiada de Donetsk”.
Solo cuando mostró sus papeles, que probaban que había llegado desde el este, la dejaron subirse al tren. “Pero aun así no me dieron nada de la comida que daban a los refugiados”, dice.
La mejor opción para los gitanos del hostal sería ir hacia el oeste, opina Masudi, a países que sean “más diversos, donde pasarían desapercibidos”. Talewicz-Kwiatkowska ha conseguido coordinarse con organizaciones romaníes de Suecia y Alemania para organizar alojamientos, pero muchos son reacios a aceptar esas ofertas. “No quieren estar lejos de Ucrania, esperan poder volver pronto a casa”, explica.
Otros tienen miedo de confiar en ayuda extranjera. “Después de la guerra en Yugoslavia, muchos gitanos fueron víctimas de traficantes de órganos. Algunos temen que la historia se repita”.
Nadia es consciente de los estereotipos que le persiguen, pero espera poder probar que son falsos y conseguir asentarse en Polonia. “Cuando una persona romaní roba algo, o te lee el futuro, la gente piensa que todos somos igual”, dice. “Pero yo no sé ser una adivina, así que ¿qué puedo hacer? Lo único que sé hacer es trabajar”.
Traducción de María Torrens Tillack