La Vanguardia.- Los gitanos ucranianos de la región fronteriza de Transcarpacia, que fue territorio de Hungría durante un milenio hasta 1920 y pasó luego por varias manos hasta acabar en Ucrania, hablan húngaro además de ucraniano, pero eso es una ventaja muy relativa.
En la estación del tren de Záhony, localidad húngara del confín con Ucrania que se ha convertido en el principal punto de entrada de refugiados por ferrocarril, no son los más bienvenidos. Se les atiende, por supuesto, pero con más tardanza, y salta a la vista que con menor entusiasmo. Siglos de discriminación y desprecio pesan sobre esta minoría étnica, tanto en Ucrania como en Hungría y otros países europeos, y la guerra lanzada por la Rusia de Vladímir Putin ha empeorado aún más su situación.
“Estas personas no vienen por la guerra, vienen por comida”, dice el alcalde, que hace lo que puede.
A Záhony, ciudad de 4.300 habitantes, llegan cada día varios trenes desde Kyiv, cargados de ucranianas con sus hijos que escapan de las bombas en el este del país y en torno a la capital. Y llegan también trenes procedentes de ciudades del oeste de Ucrania, ciudades intactas que reciben a refugiados de las zonas atacadas, algunos de los cuales deciden ir a Hungría.
Con ese contingente vienen gitanos de Transcarpacia, y aquí está un buen grupo, en el vestíbulo de la estación, esperando comida y asistencia. Son un centenar de mujeres, niños y algunas abuelas. Los niños corretean desaseados y saltan de alegría cuando el mismísimo alcalde, Lászlo Helmeczi (independiente), aparece con una gran caja llena de yogures.
“Lo que Europa tiene que entender es que estas personas no escapan de la guerra en sí, porque en sus campamentos en torno a las ciudades del oeste no hay peligro, sino que vienen porque se han quedado sin comida”, explica la voluntaria húngara Klára Neumann, que vive con su marido húngaro y gitano, Tibor Jónás, a ocho kilómetros de Záhony. La pareja tiene dos hijos, y ambos se organizan para pasar horas ayudando en la estación. “Estas personas vivían de pequeñas actividades ambulantes, iban a vender cosas a los mercadillos de Kyiv y de otras ciudades; con la guerra, eso se ha terminado y ya no tienen cómo alimentarse”, prosigue Neumann. Se estima que viven en Ucrania unos 400.000 gitanos, la mayoría en la región de Transcarpacia. Muchos han crecido en la pobreza y en la discriminación.
Ahora, además, la ayuda humanitaria que Hungría envía a las ciudades ucranianas más próximas a su frontera no aterriza en las bocas de estos ucranianos percibidos como de segunda clase. “A nuestra ciudad, Gálocs, llegaron tres camiones con comida, la metieron en un almacén, pero el ayuntamiento no nos dio nada a los campamentos”, asegura Angi Lakatos, que ejerce de líder del grupo de gitanas ucranianas llegadas con sus chiquillos. En su comunidad, dice, algunas quieren dar de comer a los niños y volver a Gálocs, y otras quieren ir a Budapest. De la estación de Záhony parten trenes especiales gratuitos para los refugiados hacia la capital, donde el Gobierno del ultraconservador Viktor Orbán ha centralizado la recepción y distribución.
La afluencia en Záhony ha descendido, pero Ayuntamiento, oenegés y voluntarios creen que habrá nuevas oleadas, sobre todo del este. Lászlo Helmeczi, el alcalde, pasa casi todo el día en la estación y en las pequeñas carpas con comida y asistencia instaladas en el exterior por organizaciones caritativas.
“Desde el 24 de febrero, cuando empezó la guerra y llegaron las primeras personas, hemos recibido a 116.287”, decía ayer el alcalde a esta cronista mostrando el recuento diario que lleva en su móvil. “Somos un municipio pequeño, tenemos capacidad para que duerman 250 personas al día; por fortuna, hasta ahora la mayoría de ucranianas quieren ir a Budapest y a otros países”, explica Helmeczi.
¿Y qué ocurre con los gitanos de Transcarpacia?
Las personas que atendían el puesto que tiene instalada la oficina del Comisionado Húngaro de Derechos Fundamentales (AJBH) dijeron que no podían hablar con periodistas. Es la única institución oficial presente en la estación, aparte del alcalde; el resto son oenegés y voluntarios a título individual, como Klara y Tibor. Ambos loan los esfuerzos del edil para atender a los gitanos, y entienden los problemas que afronta el municipio.
“Hacemos lo que podemos. Pero estas personas no vienen por la guerra, vienen a buscar comida –sostiene Lászlo Helmeczi–; eso no es tarea de nuestro Ayuntamiento, de eso tienen que ocuparse los alcaldes de sus ciudades ucranianas”.