Los galos que resisten a Le Pen

, | 6 julio, 2014

Iniciativas ciudadanas, asociativas o sindicales contra los partidos xenófobos instalados en el poder están naciendo en Marsella tras el triunfo del Frente Nacional en las elecciones al Parlamento Europeo.

ColectivovigilanciaMarsellaDIANA MANDIÁ. PÚBLICO.- «Para nosotros ha sido un shock. Pensamos la idea del traslado, pero es complicado y largo. Pedirlo ya es exponerse. En el ayuntamiento ya no hay vida. Cada uno se encierra en su despacho y espera». Quien habla es un empleado veterano de los servicios culturales del séptimo sector de Marsella, que con 150.000 vecinos es la circunscripción más poblada de la ciudad. Desde abril, y contra su voluntad, está a las órdenes de Stéphane Ravier, un alcalde del distrito del Frente Nacional, partido que en las municipales de marzo se llevó por delante al Parti Socialiste en uno de sus feudos en el norte de Marsella.

Desde los balcones del Ayuntamiento, varias figuras observan y toman fotos mientras el Collectif de veille et de lutte contre l’extrême-droite (Colectivo de vigilancia y lucha contra la extrema derecha) creado por profesores, artistas, sindicalistas, vecinos y concejales de los partidos de izquierda, da su primera rueda de prensa después de dos meses de reuniones a puerta cerrada en un restaurante. Presentado oficialmente el pasado 25 de junio para controlar y denunciar cualquier abuso del nuevo alcalde del sector, al grupo se ha unido de manera anónima, por miedo a represalias, un grupo de empleados municipales angustiados por su nueva situación de ejecutores de órdenes de la extrema derecha.

La voz de los empleados del ayuntamiento de los distritos 13 y 14 de Marsella, los que forman la séptima circunscripción de la ciudad, es por ahora discreta por miedo a las consecuencias. El Frente Nacional no había atesorado nunca tanto poder en los municipios como después de las elecciones de marzo, pero tampoco es un recién llegado: ya gobernó a finales de los años 90 en cuatro municipios del sur de Francia, en los que dejó un balance de censura cultural y despidos arbitrarios que mantienen en alerta a opositores de lo más diverso. Tres meses después de los comicios locales, algo empieza a moverse en esta alcaldía de distrito y en los 14 ayuntamientos gobernados por la extrema derecha —el Frente Nacional en la mayoría de los casos, pero también la Ligue du Sud de Orange (Vaucluse) o independientes sostenidos de facto por el partido de Le Pen, como Robert Ménard en Béziers (Herault).

Iniciativas ciudadanas, asociativas o sindicales contra los partidos xenófobos instalados en el poder están naciendo con la consternación aún reciente de ver al Frente Nacional llegar primero en votos en las elecciones al Parlamento Europeo del pasado mayo. Algunas son espontáneas, como la de dos estudiantes marselleses que la misma noche de las elecciones europeas lanzaron en las redes sociales una llamada a la movilización que se concretó en manifestaciones en varias ciudades francesas; otras más meditadas como colectivos de denuncia en Marsella, Hénin-Beaumont, Fréjus o Beziers, todas integradas tanto por ciudadanos ajenos a la política como por asociaciones y militantes de partidos políticos «republicanos».

Cultura e Identidad

Con menos poder que un alcalde al uso, Stéphane Ravier tiene pocas competencias distintas a las infraestructuras culturales y deportivas. Ha prometido ser alcalde y no político, gobernar para todos y centrarse en la gestión, algo que concuerda con la estrategia de Marine Le Pen de mantener un perfil ideológico bajo y no reconocerse incluso en la etiqueta de «extrema derecha». Pero al mismo tiempo acaba de contratar para su equipo a Marie-Dominique Desportes, conocida por la censura impuesta a libros sobre inmigración o a periódicos de izquierdas en la biblioteca de Marignane, uno de los cuatro laboratorios del Frente Nacional en los años 90.

A la delegación ocupada de cultura, el nuevo alcalde frentista le ha añadido «Identidad», un apellido que a los trabajadores les suena poco inocente viniendo de un mandatario que, aún candidato, prometía ante Jean Marie Le Pen, presidente de honor del Frente Nacional, «una Canebière más provenzal». La Canebière, la avenida en pendiente que muere en el Vieux Port, es popular y está rodeada de barrios con una importante población de origen magrebí. «¿Qué es la identidad en la cité Busserine?», se pregunta, incrédulo, el trabajador descontento, pensando en los barrios de mayoría inmigrante.

A su lado, un colega empleado en el centro cultural de la cité Frais Vallon, golpeada como otras tantas de Marsella por la pobreza, el paro y el tráfico de drogas, teme por el futuro de las actuales políticas culturales en el barrio, que favorecen los espectáculos gratuitos para atraer a una población con poco dinero para ocio. «Nuestro público es muy precario, nos cuesta hacerles entender que la cultura también es para ellos», admite. Él también ha firmado la carta de adhesión al colectivo, que compromete a sus miembros a combatir «todos los racismos y formas de discriminación hacia cualquier población», a no servir «de trampolín de ambiciones políticas» y a «impulsar un debate ciudadano que haga retroceder las ideas de extrema derecha». Su idea es conseguir las máximas adhesiones posibles más allá de los miembros fundadores, constituirse en comité denuncia y no perdonar actitudes incoherentes como la de los cuadros locales del Parti Socialiste, que el año pasado apoyaron una manifestación contra la presencia de inmigrantes de Europa del Este en los barrios del norte de Marsella.

Uno de los colectivos más implicados en esta iniciativa es el de los docentes. A Sébastien Fournier, maestro en la cité La Busserine, declarada zona de educación prioritaria, le indigna que Ravier no haya nombrado una representación proporcional para el consejo de escuelas de la circunscripción. Los consejeros elegidos serán todos del Frente Nacional. Además, denuncia que las ideologías xenófobas y sexistas rondan los barrios populares en busca de rédito político. «La extrema derecha no es sólo el Frente Nacional. Los barrios han sido perturbados bajo el pretexto del «ABCD de la Igualdad» y las escuelas no pueden ser desestabilizadas por elementos externos». El ABCD de la Igualdad, que el gobierno no aplicará ya el próximo curso, fue un programa piloto del Ministerio de Educación francés para formar a los niños en temas de igualdad y luchar contra los estereotipos de género, muy contestado en círculos reaccionarios y católicos pero también por la mediática Farida Belghoul, una antigua militante del movimiento antirracista en Francia. El pasado otoño, Belghoul, ahora próxima a la extrema derecha, pidió la retirada de los chavales de la escuela con más estruendo que éxito constatable apoyándose en que esta iniciativa niega las «diferencias sexuales» entre chicos y chicas.

«Apoyaremos a todos los profesores que no quieran dar la mano a representantes del FN porque este ha sido siempre un partido que ha ido en contra de la escuela pública y a favor de la privada», promete Fournier. En Beaucaire [Gard] ya ha ocurrido y el alcalde Julien Sánchez, muy molesto, llamó racaille [gentuza] a los maestros, «una palabra que no es neutra en la historia política reciente de este país», recuerda el maestro Sebástien Fournier.

Incluso con su perfil discreto, la era Ravier ya tiene sus símbolos. El certificado de alojamiento requerido para los extranjeros que quieran venir a Francia y quedarse en casa de un familiar —algo muy frecuente en un país donde muchos tienen raíces y parientes en el Magreb, por ejemplo— ha endurecido sus exigencias económicas.

Una marcha contra el odio

La noche del 25 de mayo, Hamza Bensatem y su amigo Lucas Rochette-Berlon, dos estudiantes marselleses de diecisiete años, hablaban por Facebook de los resultados que abrían los noticieros: en medio de la abstención y del castigo evidente a los partidos tradicionales, el Frente Nacional de Marine Le Pen había sido el partido más votado por los franceses en las elecciones al Parlamento Europeo. Esa misma noche lanzaron una llamada a la movilización en las redes sociales que cuatro días después se convertía en marchas ciudadanas «contra el odio» en ciudades como París, Burdeos, Montpellier, Nantes o la propia Marsella.

«El Frente Nacional es un partido dirigido por el odio, por eso un peligro. La gente me ha insultado por mi foto de Facebook [en aquellos días, una imagen en la que aparecía con vestimenta tradicional durante un viaje becado a Dubai]. Yo he nacido en Marsella, mi madre también, fueron mis abuelos los inmigrantes. Todo el tiempo tienes que justificarte, probar que eres un buen ciudadano o tan comprometido como alguien que se llama Christophe».

Desde su casa del distrito 15º de Marsella, en manos de los socialistas, Hanza habla abatido de sus vecinos con alcalde del Frente Nacional. Incluso trata de entender por qué al día siguiente de los comicios, el 26 de mayo, sus compañeros de clase ni mencionaban la noticia del día. En los barrios más empobrecidos e irritados, la participación en las elecciones municipales apenas superó el 30%. «Hay gente que me dice que no ha votado pero que si lo hiciera votaría por ellos [por el Frente Nacional]. Y no son tipos racistas. Sienten que están al margen. Cuando vives con una familia numerosa en un apartamento con dos habitaciones y los políticos sólo vienen en campaña a prometerte cosas que no cumplen dejas de creer. El partido socialista ya no hace una verdadera política de izquierdas», lamenta el chico. Su madre, sonriente y discreta, deja un cartón de zumo encima de la mesita del salón y se va.

En la cité Consolat de los quartiers Nord donde ha crecido Hamza, estudiante de un bachillerato profesional de Transportes, la vida es complicada para una familia numerosa como la suya. El chico vive de lunes a viernes en un internado de Mazargues, en el sur de la ciudad, ayudado por una asociación que trabaja también con refugiados de guerra. Allí ha conocido a menores afganos solos en Francia, sin amigos ni vínculo social alguno, que han alimentado un nuevo proyecto de viaje en Canadá. En el momento en que se realizó está entrevista, a principios de junio, Hamza esperaba todavía el resultado de su demanda después de haber explicado su proyecto ante el jurado de la beca Zellidja.

El peligro de tender la ropa en Béziers

Béziers no tiene, oficialmente, un alcalde del Frente Nacional. En esta ciudad de postal entre Narbona y Montpellier, el candidato ganador, cabeza de una lista teóricamente independiente, fue Robert Ménard, el inclasificable antiguo periodista presidente de Reporters Sans Frontières. Pied noir —un elemento a tener en cuenta en el voto tradicional a la extrema derecha, especialmente en el sur del país—, derrotó con su discurso centrado en la seguridad a la UMP, en el poder durante 19 años, con el apoyo de Marine Le Pen. Él lo admite aunque se aleja de todo padrinazgo y se dice libre. No piensan lo mismo Christophe, Cyril y Emmanuel, miembros de la asociación Union Citoyenne Humaniste Jean Moulin, resultado de la unión de dos colectivos que en la semana entre las dos vueltas de las municipales convocaron una manifestación contra la extrema derecha que no logró contener el desastre. «Es una vitrina para el FN, es muy bueno en comunicación. La gente cree que votar al FN es algo normal, una opción más», defiende Christophe. Como sus dos compañeros, es militante socialista, aunque se dice decepcionado por el rumbo del partido y no ha encontrado más que obstáculos desde que después de la primera vuelta le propuso a su candidato organizar alguna acción contra Ménard. El colectivo ha ido reuniendo a vecinos sin experiencia en política y el día 29 participó en Fréjus en un encuentro nacional de asociaciones contra la extrema derecha.

Con la UMP local en horas bajas y un candidato del PS que no quiso poner en marcha el llamado Frente Republicano y retirarse en el segundo turno, Ménard conquistó una plaza más que apetitosa, una ciudad de 71.000 habitantes (la más poblada con gobierno de extrema derecha, seguida por Fréjus, de 52.000). Por ahora, ya ha aumentado el número de policías municipales – y despedido de paso al antiguo responsable del cuerpo, Gilbert Bertrand, en desacuerdo con sus políticas. También ha aprobado una reducción de 365 000 euros en el presupuesto de los centros comunales de acción social, que prestan ayuda a los más vulnerables en empleo, sanidad o vivienda, en una ciudad con mucho trabajo estacional y precario ligado a las vendimias.

Mediático y provocador, Ménard ha impuesto un toque de queda para evitar que los menores de 13 años estén de madrugada en la calle los fines de semana y quiere desterrar algo tan anodino en los pueblos del sur de Francia como tender la ropa en la ventana. Lo rodea un equipo con pasado: André-Yves Beck, antiguo consejero del alcalde de Orange —fundador de la Ligue du Sud tras sus disputas con el Frente Nacional con el que se había convertido en regidor en 1995, y todavía en el poder— y Christophe Pacotte, próximo al movimiento radical Bloque Identitaire.

La memoria de Vitrolles

Vitrolles es una ciudad nueva, sin encanto. Construida a partir de una pequeña aldea en los años 80, dio cobijo a parejas jóvenes que buscaban un hogar más tranquilo que los quartiers Nord de Marsella, a media hora escasa, y fantaseaban con el empleo de la zona industrial vecina. Una izquierda potente de socialistas y comunistas la gobernó hasta 1997. Fue entonces cuando apareció, en un escenario de paro y de excesos del alcalde socialista, y con una derecha republicana irrelevante, el Frente Nacional. Aquella victoria la personificaron los esposos Catherine y Bruno Mégret -fue ella la que gobernó, pero él, vicepresidente del Frente Nacional, era el verdadero e indisimulado decisor.

«Nos decían qué debía gustarnos y qué debíamos leer. Aun así, Vitrolles es la ciudad que más ha resistido. Aquí hubo sindicatos, asociaciones y militantes de izquierda que lo hicieron posible, más que los partidos, que ni sabían reaccionar. No le dieron ni un segundo de respiro al FN. Iban a un mercado y allí tenían a alguien manifestándose en su contra», recuerda Gérard Perrier, protagonista desde la militancia izquierdista de aquellos «años negros». También profesor jubilado de lengua francesa en un instituto de la ciudad, acaba de publicar Vitrolles, un laboratoire de l’extrême droite et de la crise de la gauche (1983-2002), un trabajo que tiene la virtud de la oportunidad y que le supuso tres años de búsqueda en archivos y entrevistas con ciudadanos y activistas. «El Frente Nacional hizo la guerra a la cultura, cerró el grifo financiero a las asociaciones y despidió a educadores y trabajadores sociales», enumera. Aquellos años vieron cerrar el pub Sous-Marin, gestionado por jóvenes de la ciudad desde la etapa anterior, socialista, o el despido de la directora de los cines Lumière, que se empeñó en no retirar del cartel L’amour est à réinventer, dix histoires d’amour au temps du sida. La Justicia no dejó actuar a los Mégret y tumbó su promesa clave: la preferencia nacional, con su consiguiente ayuda económica para los bebés nacidos de padres franceses.

«Por entonces la gente no hablaba apenas del FN. Hoy sí se hace, porque desde la presidencia de Sarkozy se han normalizado sus ideas», considera Perrier, que centra buena parte de su libro en explicar cómo la izquierda que sus vecinos habían conocido se fue desintegrando a la vez que el alcalde Socialista Jean-Jacques Anglade, que acabó condenado por falsear facturas, insistía en los grandes gastos y eventos de comunicación, influenciado por jóvenes políticos del entorno del exministro Michel Rocard, entre ellos Manuel Valls, actual Primer Ministro.

«Todavía no hemos pasado la página del Frente Nacional. En las municipales de marzo fue el segundo partido más votado. Es un peligro que sigue estando ahí», continúa Perrier frente a la plaza que en su día llevó el nombre de Nelson Mandela y que hoy, y desde la experiencia de la extrema derecha, se llama Marguerite de Provence. La mitología provenzalista obsesionaba a Mégret, que llegó a colocar una gran bandera tricolor en un monte pedregoso que domina la ciudad.

De aquella época de delirio, crisis económica y sordera municipal que anticipó el desastre, queda un símbolo punzante: el Stadium, una gran infraestructura pensada para acoger grandes eventos culturales y deportivos, hoy sin uso. En su día le valió al alcalde socialista que la inició en los 90 severas críticas de despilfarro. Hoy, cuando Perrier pasa con su coche para mostrar los lugares que a su entender explican tanto el Vitrolles de hace 20 años como el de hoy, encuentra a sus puertas un pequeño poblado romaní que ensombrece aún más el fracaso.

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