ALFONSO JOSÉ JIMÉNEZ MAROTE. EL FARO DE CEUTA.- El rearme de la extrema derecha en Lesbos e islas griegas, son testigos mudos de uno de los dramas que, hoy por hoy, ensombrecen el siglo XXI. En sí, no es únicamente una amenaza para la vida de miles de personas, sino que es el ímpetu de choque para que sus responsables vulgarmente se laven las manos. Y, es que, la masificación crónica de los campamentos de refugiados ha estallado en el país heleno: una crisis humanitaria descomunal, mientras que para vergüenza de todas y todos, la mayoría de los gobiernos del Viejo Continente miran a otro lado, en un cóctel que mezcla dos ingredientes explosivos: la pandemia y la xenofobia.
En Moria se juega una partida de ajedrez vehemente, en la que los derechos humanos es lo menos trascendente que los propios deseos y penurias de los que allí subsisten. Es sabido, que el pasado 1 de marzo la administración griega paralizó unilateralmente la Convención de Ginebra. Interrumpiendo el derecho de asilo con el respaldo de la Unión Europea, UE, tanto de la Comisión, como del Consejo y el Parlamento.
Desde entonces, contemplamos con estupor cómo guardacostas griegos han descargado fuego real contra refugiados desamparados en medio de las aguas: organizaciones de juristas pro derechos humanos han dado a conocer exilios colectivos ilícitos por la legislación internacional; como del mismo modo, el New York Times ha revelado que Grecia utilizaba cárceles ocultas próximas a la frontera con Turquía para migrantes indocumentados. El Gobierno heleno aprovecha el SARS-CoV-2 como arma arrojadiza para confinar la movilidad y los derechos de niños, mujeres y hombres, abocados sin rumbo con lo poco que salvaron del reciente incendio de Moria.
En este entresijo inhumano, no ha de soslayarse que Grecia estableció una rigurosa cuarentena en el mes de marzo, como al igual hicieron los estados europeos; gradualmente, el estado de alarma se levantó en mayo, exceptuándose los campos de refugiados de las islas.
Más aún, cuando se originó el incendio en Moria, sus residentes llevaban enclaustrados cinco meses. Sin ir más lejos, para desplazarse a la ciudad, se les requería una autorización gubernamental que prácticamente era ilusoria obtener. Tal vez, nos hagamos una composición de lugar de las espantosas condiciones sanitarias, donde el hacinamiento y la masificación impone hacer cola para todo, pero es necesario incidir que el acceso a la higiene es inverosímil.
Por fortuna, la primera ola del coronavirus transitó en Grecia con apenas incidencia en la curva de contagios y decesos. En cambio, la segunda está originando numerosas infecciones y, lo peor de todo, ha irrumpido alarmantemente en Moria.
Luego, la perturbación, el sobresalto y la paranoia se han disparado exponencialmente entre sus gentes, conocedoras de las grandes dificultades para conservar la distancia social o lavarse las manos. A ello hay que añadir, la desesperación fundida en el fiasco acrecentado de meses o años descabellados, hasta derivar en altercados y disputas como antesala del fuego que lo devoraría todo.
Con estos mimbres, tras la devastación de las llamas y reubicados en un nuevo campamento de refugiados, por denominarlo de alguna forma y con el chantaje de convertirse en la única alternativa para seguir con las tramitaciones de asilo, estas personas vislumbran un horizonte despiadado, despojados de libertad, bienestar y derechos. Lesbos, es un entorno enjugado en lágrimas: los hechos desencadenados escenifican un paisaje de infamia en toda regla, que en nada se parece con lo que se pretende disfrazar y difícilmente tendría aproximación alguna, con el escenario inexorable que han de soportar.
En el fondo existe un hilo conductor: las degradaciones de una Europa obstinada en sus viejas recetas de enjaular la vida de miles de historias, prestas a no renunciar a una trama donde todo parece estar perdido.
Infamemente, han debido de acontecer diez interminables jornadas con sus días y sus noches, para que los más de 13.000 refugiados que, a duras penas sobrevivieron amontonados en el campo de refugiados de Moria, abrasado en la madrugada del 9 de septiembre, se hayan reasentado a cielo abierto en Kara Tepe, que tal como el Gobierno griego ha distinguido, es una macro cárcel de tiendas de campaña, con el logro de la Agencia de la Organización de Naciones Unidas para los refugiados, por sus siglas, ACNUR, instalada a orillas del Mar Egeo y establecida como exponen las autoridades, con atisbos de temporalidad.
Y por si fuese poco, este campo se emplaza en un área llamémosle de considerable exposición climatológica, colindante a la franja costera que hace sospechar el crudo invierno con corrientes heladas, temperaturas a los mínimos bajo cero y la humedad extrema que irremisiblemente vaticinan episodios inclementes.
En infinidad de oportunidades, se ha considerado que las circunstancias de convivencia de los solicitantes de asilo que han quedado encallados, no son las más convenientes, pero, sorprendentemente se han admitido.
Allende a la insinuación de preocupación, las políticas no han operado adecuadamente. Me explico: se asumieron las cuotas de reasentamiento de carácter obligatorio por la que los estados se implicaban a reubicar a un número de personas explícito y así, apaciguar la realidad en el Egeo. Singularmente, lo acataron Letonia y Malta y no ocurrió nada por el desacato del resto. Queda claro, que es la ruptura entre política y ética; seguridad y derechos humanos.
En este callejón sin salida nadie es indiferente a esta certeza y se tejen varios componentes que desembocan en una olla a presión.
La desmoralización de los que malviven, más la saturación de los locales, las medidas tomadas por la crisis epidemiológica, los movimientos de piezas por parte de Turquía y el porte en los movimientos de la ultraderecha que fustiga, amedrenta y asalta a migrantes, cooperantes y periodistas, están al orden del día. Irremediablemente, todo ello acarrea que organizaciones humanitarias claudiquen en sus acciones por razones de seguridad, e incluso, hace que se replanteen sus proyectos.
Nadie duda, que la ayuda humanitaria es crucial, pero, no tanto, como el hecho, que de una vez por todas, se ponga las cartas boca arriba en lo que verdaderamente sucede en tierras europea.
Sin testigos directos, esta coyuntura seguirá deteriorándose y no se conocerá lo acaecido en su plenitud. Una vez más, el contexto quedará encubierto y estas islas volverán a erigirse en la voz cómplice que tapa sus afrentas.
Hoy, el nombre de Moria ya no se relaciona con aquel pueblecito a diez kilómetros de la capital Mitilini, sino con el ‘campamento del horror’, el de mayor proporciones de Europa construido por el ejército griego para no más de 3.000 plazas, y donde hasta la noche del incendio lo ocupaban unas 13.600 personas. Si bien, llegó a albergar a más de 20.000. Todos vinieron desde los litorales turcos, a unas pocas millas de travesía de Lesbos y otras islas contiguas, como Kos, Samos, Leros y Jíos.
Lesbos, acomodada en el Noroeste del Mar Egeo tiene una superficie de 1.300 kilómetros cuadrados, de los cuales, 320 atañen a la costa, siendo la unidad periférica y su isla homónima la más importante del archipiélago. Casi la totalidad de la urbe está afincada en el Sureste.
Ya, en 2016, se dispuso que los que alcanzaban esta zona debían continuar hasta la tramitación del asilo. Permaneciendo aprisionados en un área, que según ha condenado Médicos Sin Fronteras, dispone de un retrete por cada 72 individuos y una ducha por cada 84. Cuestión que en los tiempos que corren, es totalmente inaudita.
En este caos de dimensiones sin precedentes, ha penetrado el enemigo invisible: el patógeno. Las imágenes que recorren los medios de comunicación y las redes sociales son desoladoras: familias tiradas en medio de las calles, niños afectados por el hambre y madres abatidas suplicando auxilio.
Actualmente, la cadencia de entradas se ha aminorado visiblemente, porque las patrullas griegas y turcas, como la Agencia Europea de la Guardia de Fronteras y Costas, FRONTEX, inspeccionan la región junto a los drones. En lo que ha transcurrido de año, en Lesbos han arribado 4.287 personas, mientras que en 2019 se contabilizaron 27.148.
El nuevo campo desprende el lastre del viejo y remolca las políticas de siempre. En cierta manera, es una opción a Moria que engarza una disposición restrictiva no menor: está acotado y cerrado a cal y canto, sin elección de salida para los refugiados, prohibido a la asistencia legal, como a las organizaciones sociales y la prensa.
Entre tanto, Lesbos y otras islas están fragmentadas: en el anverso de una misma moneda, los inmigrantes, las organizaciones no gubernamentales, ONG, y los más solidarios dispuestos a socorrer a quienes llegan y desean un campamento de acogida medianamente preparado e inspeccionado, con la artimaña de no quedarse meses instalado, sino hasta años en los que se efectúe la solicitud inicial de asilo.
Y, en el reverso, la población local, encolerizada con mecanismos nacionalistas y populistas que reclaman una conclusión definitiva; sin sopesar, que aunque los inmigrantes saliesen mañana, no tardaría demasiado en llegar otros.
El sentimiento más habitual que ronda es el hastío, están molestos con la presencia de los refugiados. Una proporción elocuente de la ciudadanía cree que una cifra tan elevada, entrevé el colapso de los servicios públicos y el transporte en la isla. Sin obviar, que las sensaciones racistas minoritarias hasta no hace mucho, últimamente se han incrementado.
Las cargas discriminatorias a refugiados y ONG no dejan de reproducirse. Los puntos de inflexión fueron los programas de 2018 y el flujo de acometidas en febrero de 2020. En los primeros coletazos de la epidemia se aminoraron las agresiones con el confinamiento, aunque no se han interrumpido completamente. Ahora, los grupos organizados antirrefugiados perciben el siniestro del incendio, como el momento propicio para culminar su táctica de desalojar a los demandantes de asilo.
Horas más tarde del percance, un sinfín de vecinos entorpecieron con camiones los posibles accesos a Moria, al objeto de impedir el saneamiento de los terrenos y disponer de nuevo de la instalación. Su estrategia pasaba por agravar aún más las pésimas eventualidades de los refugiados hasta que fuesen reasentados.
Realmente, es complejo determinar rangos cuando nos referimos a los refugiados. El Artículo 1A de la Convención de 28 de julio de 1951 relativa al Estatuto de los refugiados de las Naciones Unidas, lo define literalmente como “la persona que se encuentra fuera del país de donde es originario, o bien donde reside habitualmente, debido a un temor fundamentado de persecución por razones de etnia, religión, nacionalidad, pertenencia a un grupo social u opiniones políticas, y que no puede o no quiere reclamar la protección de su país para poder volver”.
En estos intervalos aleatorios, los refugiados los hay de primera o segunda, conforme alcanzan la isla, antes o después de la inhabilitación del derecho internacional.
Con el desvanecimiento de ‘Amanecer Dorado’, partido político griego de ideología nacionalsocialista y fascista, en Lesbos, no predomina expresamente una organización de extrema derecha. En todo caso, hay que referirse a una combinación de intransigentes y racistas, que se erigen en el bando de derechas de la población. A ellos se vincularon los integrantes de ‘Amanecer Dorado’ que han quedado desprovistos de liderazgo en el partido. En su conjunto, han aglutinado una congregación en la que realmente no se diferencia quién maneja las riendas y es de derechas.
Sin embargo, en Lesbos y demás islas, el incremento de armamento de la extrema derecha, no es meramente una intimidación para estas personas en calidad de refugiados. Los incidentes se instrumentalizan por las autoridades locales y la dirección griega para quebrantar sistemáticamente los compromisos atribuidos por el Derecho Internacional Humanitario. Los fachas son el puño de hierro que auspicia que los encargados solapados interfieran en el anonimato.
En otras palabras: la efervescencia ideal que espolea la extrema derecha es la disyuntiva con Turquía; un atolladero territorial que persiste con discrepancias religiosas y sostenida por los nacionalismos de ambos lados, que indudablemente necesitaría más fundamentación de lo que me otorga este relato. Una parte del Gobierno griego se alinea con este enfoque y la otra, más sarcástica, aun entendiendo que es una falsedad, le reporta votos.
Entre los peticionarios de asilo hay quiénes han sido reducidos a métodos extremos de martirio y violencia, tanto en sus naciones de procedencia como en el éxodo. Quedando arduamente traumatizados, tanto mental como físicamente.
En Lesbos, se sienten forzados a hacinarse en una espiral que genera páginas reiteradas de terror en todas sus fórmulas, incluyéndose el furor sexual y la violencia de género, que como no podía ser de otra forma, perturba a niños y adultos.
Estos miedos persistentes funcionan como detonantes para la ramificación de sintomatologías psiquiátricas. La acentuación en la cantidad de recaladas a la isla, en paralelo a los reducidísimos envíos al continente, menoscaba a más no poder, las malas condiciones de vida y amplifica el daño en la salud mental.
La inmensa mayoría de los pacientes muestran indicios psicóticos, inclinaciones suicidas y desconcierto. Muchos no pueden desempeñar ni siquiera los actos diarios más elementales como dormir, nutrirse, mantener la higiene personal y mínimamente comunicarse.
Cada día se traslucen las enormes carencias médicas y pediátricas. El espectro implacable empeora la fisura habida en el sistema de asilo, más la vertiginosa casuística de los medios para que se desenvuelvan apropiadamente los refugiados y la frustración del Ejecutivo Central, la UE y ACNUR, para responder a esta crisis. Simultáneamente, se amplían los casos psiquiátricos sin visos de cambiar el rumbo en su tendencia a corto plazo. Es más, los menesteres psiquiátricos de la población difícilmente se alterarán, con las políticas de contención establecidas.
Las peyorativas limitaciones impuestas y el despliegue de la violencia inmutable, con la falta de libertad y derechos, más el estrés incesante y la influencia ejercida en los habitantes, hace que Lesbos se parezca a un manicomio anacrónico, no visto en Europa desde terciados el siglo XX.
Sin pausa y al filo de lo inenarrable, los más vulnerables aguardan la consumación de su solicitud de asilo; sin inmiscuirse, el fiasco de los ciudadanos y trabajadores de organizaciones locales y gubernamentales que cada vez son más incontrovertibles. Otras ONG se reconocen desbordadas a sus fines, lo que se descifra en la interrupción o reajuste de sus aspiraciones.
Evaluando la violación incondicional de los derechos humanos y las arduas estrecheces médicas y psiquiátricas, es irrefutable que Lesbos, se halla en estado de emergencia: es disparatado y poco ético eludir la situación degradante que atraviesa.
En consecuencia, abrir otro campamento como Kara Tepe, no es la solución, inevitablemente, les reportará a la experiencia sufrida en Moria: realidades insalubres empeoradas por los niveles pre existentes de hambre, afecciones, deshidratación y sobre todo, por la aparición del SARS-CoV-2. Lesbos se configura en icono de la indignidad, después del fatal desenlace de Moria y del modelo malogrado de política migratoria. no está preparado ni para alojar y atender con decoro a personas que escapan de la violencia más feroz y la guerra aterradora.
Las vicisitudes cimbreantes que subyacen en Moria llama a la puerta de las conciencias y, en este sentido, es perentorio que la réplica sea integral y vaya más allá de recursos a corto plazo. Esto encarna avalar escenarios de acogida dignos, acercamiento a praxis de asilo razonables y resueltos, posibilidades de integración para los que obtengan el asilo y regresos ágiles para los que no precisen de protección internacional.
He aquí a una Europa insolidaria, que no ha hecho sus deberes coordinadamente y que sin reparo, externaliza sus límites fronterizos. No es creíble que emplacemos nuestra mirada a otra trayectoria, como si no ocurriese nada.
Es inexcusable que un continente arraigado en sus valores fundacionales, tenga altura de miras remando en la misma dirección y no contra corriente, con argumentos comunes y recíprocos y un paradigma de integración y solvencia en nuestras sociedades multiculturales. Pero, sobre todo, tolerando el derecho universal de las personas que imploran asilo.
Una vez más, se impone un grito desgarrador: la raza humana continúa resignada a la insolidaridad.