El partido de Abascal mantiene que la delincuencia en Madrid proviene de los menores extranjeros que llegan solos a España
JOSÉ ANTEQUERA. DIARIO 16.- Los últimos mensajes de Vox en las redes sociales provocan auténticos escalofríos. La formación ultraderechista está acusando al Gobierno de Pedro Sánchez de proteger a los extranjeros en situación irregular mientras deja abandonados a “autónomos, estudiantes, parados y pensionistas”. “Los episodios de violencia juvenil están cada vez más presentes en los barrios de Madrid. Esta violencia, protagonizada en varias ocasiones por menores extranjeros no acompañados (menas), se suma a la que también protagonizan las bandas latinas”, asegura la formación de extrema derecha en uno de los habituales comunicados que cuelga en su página web. El discurso demagógico populista es de manual, no solo en su falsedad de raíz sino también en su enfermizo maquiavelismo, pero empieza a calar en muchos españoles asfixiados por la crisis. Todo salvapatrias, y Abascal aspira a serlo algún día, sueña con un escenario catastrófico donde el Estado de Bienestar se hunde estrepitosamente, la miseria y el hambre florecen y los supuestos enemigos de España (comunistas e inmigrantes) emergen como culpables de los males de la nación. Todo ese contexto apocalíptico, que parecía imposible hace apenas seis meses, lo ha traído la pandemia y ahora el líder de Vox se frota las manos con el jugo que puede sacarle al asunto. Cuanto más dure la crisis epidémica más votos pescará para su causa el Caudillo de Bilbao, de modo que lo que le interesa a él en estos momentos es que el infierno se alargue y los hospitales se vayan llenando de infectados en una segunda oleada de covid-19.
Pero mientras el país termina de venirse abajo, conviene ir removiendo las aguas viscerales del odio, calentar el ambiente e identificar a las víctimas propiciatorias que van a pagar el pato de la terrible situación. El “mena” (ese menor inmigrante que llega solo a España, sin familia ni adultos que lo acompañe) se ha convertido en el enemigo público número 1 de la irracional y enloquecida caza de brujas de Vox. En nuestro país hay poco más de 12.000 menores extranjeros, según el registro oficial del Ministerio del Interior del pasado año, una cifra insignificante al lado de la población total, que viene a rondar los 47 millones de habitantes. Es evidente, por tanto, y así debería entenderlo cualquier persona medianamente inteligente, que tal volumen inapreciable de menores extranjeros (muchos de ellos niños sin padres y sin hogar) no puede representar un peligro ni una amenaza inminente para la seguridad nacional de ningún país. Sin embargo, en los últimos días Vox ha recrudecido su discurso del odio contra este colectivo infantil y juvenil, tratando de transmitir la idea de que la delincuencia que soporta España tiene su origen en “las manadas de menas”, como suele decir Rocío Monasterio en sus breves visitas a las barriadas más pobres del inframundo, esas a las que suele descender de cuando en cuando, desde las mansiones versallescas de Salamanca, para propagar sus cuentos de terror sobre perversos negritos africanos con rabos y cuernos. Monasterio es una de las líderes de Vox que en ocasiones se baja al moro del gueto de Vallecas o de Usera para practicar el proselitismo de lo más bajo del ser humano. Como la Fiscalía suele hacer la vista gorda (anda muy ocupada persiguiendo a los injuriosos contra la Corona) las marquesonas de Vox se plantan en los suburbios con sus mejores galas y pamelas, reparten algunos pasquines de la nueva Falange, dan unos cuantos besos y abrazos fingidos a las amas de casa asustadas por la muchachada subsahariana y se vuelven rápidamente para su confortable barrio bien.
La visita a los arroyos madrileños suele durar unos pocos minutos porque para un rico pasar más de media hora entre pobres es como entrar en una discoteca de la Costa del Sol abarrotada de jóvenes beodos y sin mascarilla. Se puede pillar algo malo, una enfermedad contagiosa o una peste aún peor: el virus de la pobreza. En realidad, a Monasterio y a sus compañeros de partido esos actos políticos con las masas sudorosas, esos desplazamientos electorales periódicos a las casas baratas y arrabales obreros que huelen fatal y están tan encharcados y llenos de basuras, les debe resultar un fastidio insoportable. Y más ahora en verano, con lo bien que se está a remojo en la piscina. Pero así es la nueva política, no queda otra que subirse a la limusina alguna vez y bajarse al lumpen para mancharse el traje de barro e impregnarse del olor a ajo y perejil, a lejía barata y a humilde potaje si uno quiere sacarle provecho al invento del nuevo populismo neofascista. A todo pionero de la extrema derecha que se precie no le queda otra que trabajarse el abandonado cinturón industrial de nuestras ciudades, los maltratados extrarradios urbanos y desguaces humanos, que es donde la semilla del odio arraiga con mayor fuerza entre las ratas, las jeringuillas yonquis, las montañas de escombros y el proletariado confuso que se siente traicionado por la izquierda.
El problema es que a veces (y aquí viene la justicia poética) a los de Vox el montaje, las operaciones de charlatanismo ambulante y el mercadillo de votos terminan saliéndole por la culata. Fue lo que ocurrió hace solo unos días, cuando los ultras de Madrid se pusieron a repartir paquetes de comida en las colas del hambre (tratando de pasar por héroes patrióticos) y resulta que los alimentos habían sido preparados y envasados por los propios “menas” de la Casa de Campo, esos niños-terroristas a los que hay que echar del país a patadas antes de que terminen de romper España. Y es que, en ocasiones, el karma depara finales deliciosos.