La mayoría de los nuevos brotes de coronavirus están vinculados a la caótica situación de los 30.000 trabajadores temporeros de la fruta, muchos de ellos africanos
DEUTSCHE WELLE.– Lérida (Lleida en catalán), capital de la comarca catalana del Segrià, situada a 180 kilómetros al este de Barcelona, se encuentra de nuevo en «modo de guerra” tras la puesta en marcha de un nuevo confinamiento.
El pasado sábado, el presidente de la comunidad autónoma de Cataluña, Quim Torra, anunció de forma inesperada el cierre ese mismo mediodía de todos los accesos terrestres a la ciudad y a otros 38 municipios. El Ejecutivo regional dio a los no residentes un período de gracia de cuatro horas para abandonar el área. Como resultado, cientos de personas escaparon rápidamente en auto y en tren.
Hace solo cinco días se confirmaron 140 nuevos positivos de coronavirus en el área de Lérida. Este miércoles el número había aumentado a 850, con 74 casos registrados en las últimas 24 horas. Las autoridades sanitarias temen que la cifra rebase los 3.000 positivos en el curso de las dos próximas semanas.
«De alguna manera, muchos de nosotros habíamos intuido un alarmante incremeneto del número de casos del nuevo coronavirus hace un par de semanas, pese a la falta de información de los medios de comunicación y los políticos”, dijo Javier López, trabajador social y miembro del colectivo Fruta con Justicia Social. Él mismo consiguió salir solo una hora antes de que la región fuese confinada.
Éxodo masivo
Tras el anuncio, cientos de personas volvieron a sus hogares dentro del perímetro del Segrià escoltadas por las fuerzas de seguridad. «Fue una verdadera estampida”, contó un trabajador de la estación de tren de Lérida.
«El empeoramiento de la situación se volvió todavía más evidete hace unos días cuando se puso en pie un hospital de campaña en Lérida para hacer frente al incremento de emergencias”, dijo una residente de Madrid mientras se aprestaba a tomar uno de los últimos trenes autorizados para abandonar el lugar. Logró salir de la ciudad catalana, pero a costa de dejar atrás a su pareja e interrumpir sus vacaciones.
Muhammad Bennani, marroquí, no tuvo tanta suerte. Apenas había llegado de Benicarló -220 kilómetros al sur de Barcelona- una hora antes y enseguida se dio cuenta de que el Segrià se había convertido en una trampa. «Fui en bus hasta Lérida por un trabajo que probablemente ya no conseguiré. Vivo con mi familia en Benicarló y ahora las autoridades no me dejan volver con ellos”, dijo, sentado en un banco de la estación de autobuses de Lérida.
Hasta ahora, a los residentes de la comarca del Segrià no se les ha obligado a quedarse encasa. El Gobierno ha aconsejado a los ancianos no salir a la calle si no es para comprar comida. Las reuniones de más de diez personas también se han prohibido. No obstante, la jefa del Servicio Sanitario Catalán, Alba Vergés, ha descartado endurecer las medidas para detener la expansión del virus. Si eso ocurre, los 210.000 residentes que no abandonaron la comarca el sábado probablemente sean confinados en sus casas. El recuerdo de uno de los confinamientos más draconianos de Europa todavía sigue fresco en la memoria de los españoles.
El verano en Lérida ha traído una atmósfera bélica, casi distópica. Los controles de seguridad alrededor del área restringida están a argo de 200 policías. Los locales están literalmente atrapados en la frontera de la comarca. Solo aquellos con los documentos de autorización laboral pueden ir más allá del cordón sanitario.
El racismo saca su peor cara
Entre los que se han quedado atrapados están cientos de trabajadores temporeros de origen africano que carecen de hogar. Duermen entre cartones, en las arcadas de edificios viejos o, en el mejor de los casos, en los pabellones y hoteles que las autoridades locales pusieron a disposición hace unas semanas en respuesta a la presión de varios grupos civiles. La mayoría de los nuevos brotes de COVID-19 registrados en las comunidades autónomas de Cataluña y Aragón, ambas en el noreste de España, se han producido entre trabajadores extranjeros de mataderos o temporeros de la fruta. Las opiniones racistas se ha viralizado en las redes sociales y culpan a los trabajadores de la fruta de origen africano de esta última crisis.
La difícil situación de estos trabajadores extranjeros -la mayoría de ellos irregulares- no es nueva. Gran parte de la fruta española consumida en Europa se produce en la comarca del Segrià y en las regiones vecinas, lo cual convierte al lugar en un imán para los inmigrantes. Los africanos llevan 25 años viniendo a la ciudad cada primavera en busca de una oportunidad para trabajar durante unos días en el campo. Esta vez, sin embargo, se ha extendido la preocupación de que las deplorables condiciones de vida a las que se ven sometidos acaban comprometiendo la salud de los locales. El coronavirus los ha visibilizado y, en algunos casos, convertido en blanco de la estigmatización.
Los trabajadores extranjeros con los que habló DW conocen a varios compañeros infectados que han sido aislados, pero prefieren arriesgarse y esperar a que algún empresario les contrate, pese a carecer de permiso de trabajo. El dinero que pueden ganar durante la temporada de verano les permite sobrevivir el resto del año.
El juego de la culpa
Los grupos civiles locales han acusado a las administraciones municipales y al Gobierno catalán de no haber gestionado bien la situación de las personas migrantes. Pero las autoridades catalanas han tirado el balón al tejado del Gobierno central en Madrid, a quienes culpan de dejar el problema en sus manos y no afrontar la situación.
Los trabajadores africanos dicen que no es posible mantener la distancia de seguridad y las medidas de higiene cuando tienen que dormir hacinados en instalaciones prefabricadas con otros 50 trabajadores. Activistas como Nogay Ndiaye, miembro senegalés del colectivo Fruta con Justicia Social, tienen claro que la expansión del virus guarda una correlación con cómo las autoridades han tratado a los temporeros y cómo han fallado a la hora de proveer condiciones de higiene y vida decentes.
«Los han dejado en la calle y abandonados durante meses. Los políticos no han sido capaces de garantizarles condiciones seguras y dignas y ahora les culpan del regreso de la enfermedad. Pero solo son las víctimas”, dijo Ndiaye.