El 8 de mayo de 1945, durante una fastuosa ceremonia celebra en Berlín, la Alemania nazi se rindió sin condiciones ante los Aliados
MANUEL P. VILLATORO. ABC.- La capitulación de Alemania arribó más de un lustro después de que la «Wehrmacht» atravesara la frontera polaca con órdenes de «aniquilar sin piedad» a sus enemigos. «Actuad con brutalidad», exigió en agosto de 1939 Adolf Hitler a sus oficiales. El 7 de mayo de 1945 todo había cambiado. Con Berlín conquistada y los Aliados presionando a las escasas fuerzas que todavía defendían el Tercer Reich, el general Alfred Jodl, enviado a Reims (Francia) para negociar una rendición en las mejores condiciones, se levantó y, con la voz rota, hizo una petición a los presentes: «El pueblo alemán y su ejército están en sus manos. Solo puedo expresar el deseo de que el vencedor nos trate con generosidad». Se cuenta que el delegado de Ike Eisenhower, Walter Bedell Smith, musitó unas palabras a caballo entre la queja y el asombro… «¿Cómo puede decir eso?».
En la misma Europa que se frotaba los ojos ante las barbaridades perpetradas por los nazis en campos de concentración como Mauthausen (liberado apenas dos lunas antes), aquella solicitud parecía una broma tétrica. Pero las palabras de Jodl sirvieron de poco. Aquella jornada se firmó una rendición «sin condiciones» en el cuartel general de Eisenhower ante los representantes de las naciones aliadas y, al día siguiente, otra más en Berlín. La nueva ceremonia fue la enésima exigencia de un Iósif Stalin ansioso porque el mundo supiese que la URSS había ganado la carrera a la antes altiva capital del Tercer Reich. Y lo que es innegable es que el capricho le benefició ya que, desde entonces, el 8 de mayo se celebra el Día de la Victoria sobre la Alemania nazi.
Últimos estertores
Aunque fue en mayo cuando se materializó, la derrota germana comenzó a fraguarse un mes antes. A principios de abril, los ejércitos aliados se dirigían como una centella hacia Berlín en persecución de las sobrepasadas fuerzas armadas germanas. La derrota se sentía en el aire. Ya el 3, Stalin aprobó el plan de invasión de la ciudad ansioso porque el Ejército Rojo arrancase la bandera nazi del Reichstag. Apenas una quincena después, el mariscal Gueorgui Zhúkov pisó los suburbios de la urbe y ordenó que la artillería hiciese temblar sus cimientos. El tronar de los obuses y de los lanzacohetes Katyusha fue un regalo de cumpleaños poco halagüeño para un Adolf Hitler que poco tenía que celebrar el día 20 y que afrontaba sus últimas horas negándose a escapar, como le pedían sus acólitos.
Con las tropas soviéticas a las puertas del «Führerbunker», Adolf Hitler, el hombre que había orquestado la matanza sistemática de más de seis millones de judíos, decidió quitarse la vida junto a su amada Eva Braun para no enfrentarse a la ira del Ejército Rojo. Imaginarse colgado boca abajo como Benito Mussolini para escarnio público terminó de convencerle. Todo acabó el 30 de abril, cuando se tomó una ampolla con cianuro y se voló la sien con su Walther PPK. Con él se marchó el autoproclamado faro del nazismo, pero no terminó la resistencia de las tropas alemanas. De hecho, antes de suicidarse dejó escrito quién sería su sucesor y ordenó a la «Wehrmacht» y a las «SS» que combatieran hasta el final. Sin rendición, sin compasión.
Con Goebbels planteándose el suicidio y la traición de Goering, Hitler entregó al almirante Karl Dönitz esta tarea. Este recibió por radiograma un telegrama que le confirmó la nueva. «El “Führer” le designa a usted, señor gran almirante, como su sucesor. Plenos poderes, por escrito, en camino. Inmediatamente tomará usted todas las medidas que exija la situación actual». Lo que el fallecido líder nazi no sabía es que el marino no pretendía continuar la lucha por mucho tiempo y que, como bien explicó tras la Segunda Guerra Mundial en sus memorias, desde el mismo momento en que le fue comunicada esta «sorprendente noticia» (apenas había hablado con el líder en los últimos meses) se decidió a «facilitar la terminación de la lucha».
Dönitz aceptó el encargo de buen grado para evitar más muertes. «Durante los últimos días había yo temido que la falta de un Mando central responsable produjese un caos que sólo contribuiría a aumentar en cientos de miles las pérdidas, sin sentido, de hombres y de material», escribió. Para él, la única salida era la rendición a través de la negociación. «Se me hacía manifiesto que se aproximaba la hora más sombría que puede vivir un soldado, la hora de la incondicional capitulación militar».
A pesar de ello, el 1 de mayo dirigió unas palabras a la nación en las que instó a los soldados a combatir contra los soviéticos para evitar que miles de alemanes fuesen capturados y ejecutados por el Ejército Rojo en el este. «Proseguiré la lucha contra los bolcheviques todo el tiempo que sea necesario hasta lograr que las tropas combatientes y los centenares de miles de familias de las zonas alemanas orientales sean salvadas de la esclavitud o la destrucción. Contra los ingleses y los americanos proseguiré la lucha en tanto y en cuanto obstaculicen la ejecución del combate contra los bolcheviques». Para organizar la rendición, Dönitz estableció la sede su gobierno en la Escuela Naval de Flensburg y nombró como su segundo a Hans Georg von Friedeburg, antiguo ministro de Asuntos Extranjeros.
Movimientos de ajedrez
A partir de entonces los acontecimientos se sucedieron a la velocidad del rayo. El 2 de mayo, Dönitz, decidido como estaba a poner fin a las hostilidades, envió a Friedeburg al cuartel general británico con órdenes de solicitar una «capitulación parcial militar de toda la zona noroeste de Alemania». No buscaba, en sus palabras, retrasar lo inevitable, sino «conseguir que la rendición no paralizara los movimientos de transportes y traslados por tierra y por mar» que llegaban desde el este. Evitar, en definitiva, que una paz demasiado apresurada con los soviéticos hiciera caer a los más de tres millones de germanos que huían del frente en las garras de los rusos. Un día después, el general hizo su aparición ante el mariscal inglés Bernard Montgomery, afincado entonces en la frontera con Dinamarca.
«Dönitz ofreció solo la rendición de las tropas del norte de Alemania. Es decir, de las que venían retirándose de Holanda y de algunos grupos del Rin, entre otras. Buscaba proteger a la población que huía de los soviéticos, no quería que cayera en sus manos. Montgomery no podía asumir aquello porque en la conferencia de Yalta las grandes potencias habían acordado que solo aceptarían una capitulación completa y ante los tres grandes aliados. Sin embargo, aceptó. Eisenhower le llamó después para preguntarle por qué había roto el acuerdo, y él se limitó a responder que estaba al servicio de su país, y que lo había hecho por él», explica a ABC David Solar, experto en la Segunda Guerra Mundial y autor, entre otras tantas obras, de «La caída de los dioses. Los errores estratégicos de Hitler» (La Esfera).
Aquella fue la primera de las múltiples rendiciones por las que tuvo que pasar el nuevo gobierno alemán. Tras su firma en la tarde del 4, Friedeburg puso rumbo a Reims, donde se hallaba el cuartel general de Eisenhower, con el objetivo de ofrecerle al comandante en jefe un trato similar. Pero Ike no recibió tan bien la propuesta. Disgustado todavía por la puñalada de Montgomery, exigió la capitulación completa del Tercer Reich y amenazó con reiniciar los bombardeos sobre las ciudades germanas si obtenía una negativa.
El enviado, en un intento de ganar tiempo, respondió que carecía de poderes para tomar esa decisión. Según Solar, aquel movimiento fue magistral y permitió a cientos de miles de exiliados del este a abandonar territorio soviético y pasar a las líneas anglo-americanas.
Dönitz reaccionó enviando hasta Reims a Jodl con «una autorización por escrito concediéndole plenos poderes para que firmase la capitulación general en todos los frentes». Aunque también con la premisa de retrasar todo lo posible el momento definitivo. La maniobra fue breve… En la noche del 6 al 7 de mayo, el nuevo líder de Alemania recibió un telegrama con malas noticias: «El general Eisenhower exige que firmemos hoy mismo. De lo contrario, se cerrarán los frentes aliados contra cualesquiera personas que intenten pasarse y quedarán interrumpidas todas las negociaciones. No veo más salidas que el caos o la firma». El estadounidense ofreció, eso sí, dos jornadas más para que el alto el fuego entrase en vigor. Dos días para que civiles y soldados huyeran del frente del este.
No quedaba otro remedio, y Dönitz pasó por el aro. A la una de la madrugada telegrafió a Jodl y le corroboró que debía firmar. La segunda capitulación alemana se celebró el 7 de mayo de 1945 ante una infinidad de periodistas y los representantes de Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y la URSS. La fotografía que mostraba a Eisenhower haciendo la V de victoria con los bolígrafos que se usaron para rubricar los documentos a eso de las tres menos cuarto se hizo famosa. Todo parecía terminado, pero, desde la Unión Soviética, Stalin exigió que se llevase a cabo una nueva ceremonia en Berlín para dar a conocer al mundo que él había sido el que había tomado la ciudad.
La decisión, hoy quizá difícil de entender, es razonable para el periodista e historiador Jesús Hernández (autor de una veintena de obras sobre la contienda como «Eso no estaba en mi libro de la Segunda Guerra Mundial» y de «Eso no estaba en mi libro del Tercer Reich»): «Es lógico y comprensible. La primera firma, en Reims el 7 de mayo, fue confusa y precipitada. De hecho, el representante soviético, el general Susloparov, ni siquiera disponía del permiso de Moscú para firmar la rendición, e incluso en las horas siguientes los alemanes siguieron combatiendo a los rusos en algunas zonas del frente. De haber quedado así, hubiera sido un final bastante indigno al tremendo esfuerzo de guerra soviético. Así que es normal que Stalin exigiese una ceremonia en Berlín más acorde con la trascendencia del momento histórico».
El experto es partidario de que, a pesar de que parezca una decisión controvertida, es «entendible que los soviéticos exigiesen un reconocimiento a su papel determinante en la derrota de Hitler». Y es que, en sus palabras, el «el 70 por ciento de los soldados alemanes combatían y morían en el frente oriental» y los soviéticos «soportaron casi todo el peso de la guerra hasta que se abrió el segundo frente, en Normandía».
A su vez, es partidario de que, más que el reconocimiento simbólico, «Stalin estaba interesado en obtener el poder efectivo en los territorios de Europa oriental que había ocupado el Ejército Rojo. Ahí sí que se dedicó a destruir sistemáticamente cualquier oposición para establecer gobiernos títere de Moscú sin que los Aliados se atrevieran a levantar la voz ante la ausencia de alternativas. Si miramos el mapa de antes y de después de la guerra, comprobaremos que, en efecto, los grandes vencedores de la guerra fueron los soviéticos», completa.
Estados Unidos y Gran Bretaña aceptaron y ordenaron a los corresponsales que habían acudido a Reims no publicar la noticia. Salió bien a medias, pues uno de ellos no obedeció y lo envió a su agencia. A pesar de ello, el evento del 8 de mayo siguió adelante.
Rendición definitiva
El 8 de mayo, el que pasaría a la historia como el Día de la Victoria, Zhúkov fue el encargado de dirigir la sesión en su cuartel de Karlshorst. Y lo cierto es que fue una tarea dura, pues el día fue rocambolesco. Para empezar, a eso de las tres de la tarde, el general Charles De Gaulle se negó a esperar a la firma y dirigió, desde los Campos Eliseos de París y para nueva molestia de Stalin, un discurso a su pueblo. «Hemos ganado la guerra. Es la victoria de las Naciones Unidas. Es la victoria de Francia. El enemigo alemán acaba de capitular ante los ejércitos aliados del Este y el Oeste. De este modo, el halo de gloria hace que nuestras banderas brillen una vez más. La patria llevará por siempre en su mente y en su corazón a quienes murieron por ella».
El Gobierno de De Gaulle quería hacer ver a la desgastada Europa que Francia también había participado en la liberación del yugo nazi. Pero, para su desgracia, los rusos no le dieron tanta importancia a su papel y no colgaron la bandera tricolor en el cuartel general junto a las de las tres grandes potencias. Cuando el delegado galo llegó a las puertas de Karlshorst se enfadó tanto que hizo confeccionar una al instante…
En este y otros sentidos, los rusos se mostraron poco corteses con sus invitados. Un ejemplo es que, cuando arribó al lugar la delegación germana -formada por tres oficiales entre los que destacaba Keitel- se negaron a recibirles y les hicieron esperar lo suficiente como para exasperarles.
Durante la sesión, que abrió Zúkhov, se vivieron también momentos curiosos. «Keitel, que dirigía la comitiva alemana, fue firmando ante los representantes como una muestra de sumisión ante las naciones vencedoras. EE.UU., Gran Bretaña, Rusia… Pero, cuando llegó frente al delegado francés, se mostró asombrado y le preguntó como era posible que estuvieran en la reunión. Le recordó, en definitiva, que su país había capitulado cinco años antes ante ellos», añade Solar a este diario. Al final, la firma se produjo en la medianoche del 8 al 9 de mayo. Tras la ceremonia, Zhúkov invitó a los presentes a un banquete en el que abundó el vodka y vítores exagerados al camarada Stalin.
Al final, el único que perdió el Día de la Victoria fue Hitler. Dönitz, por el contrario, terminó su papel en la Segunda Guerra Mundial con la tarea que se había propuesto hecha. «Le salió relativamente bien el plan de evitar que los soldados y los refugiados cayeran en manos soviéticas, salvó a muchos», desvela Solar. Eso no evitó que, el 23 de mayo, su gobierno -hasta entonces bajo la protección de los británicos- fuese arrestado. «Ese día los ingleses decidieron terminar con la comedieta de ese gobierno títere. Tras perder a Himmler, al que no pudieron juzgar porque se tomó una ampolla de cianuro, detuvieron a los miembros del gobierno para asegurarse de que tenían su castigo», finaliza el experto.