Svetlana Gánnushkina, activista de derechos humanos, denuncia que las condiciones de los extranjeros sin papeles y refugiados en el país se agravan con la pandemia
PILAR BONET. EL PAÍS.- Las autoridades rusas dan visado y permiten la entrada a los extranjeros “con ligereza”, pero “escatiman en la concesión de asilo y crean así una acumulación de inmigrantes irregulares”, que resulta especialmente problemática en las condiciones excepcionales creadas por el coronavirus. Así opina Svetlana Gánnushkina (Moscú, 78 años), defensora de derechos humanos y presidenta de Asistencia Cívica (AC), una ONG rusa que ayuda a las personas encalladas en su travesía hacia una vida mejor.
En virtud de una polémica ley sobre las ONG, en 2015 las autoridades rusas catalogaron como “agente extranjero” al organismo dirigido por Gánnushkina por el mero hecho de recibir ayuda internacional. Con 25 personas de plantilla y gracias a donativos de entidades independientes, AC multiplica estos días sus esfuerzos para atender a inmigrantes, asilados temporales y candidatos al casi inaccesible estatus de refugiado. A ellos se suman personas recluidas en centros de internamiento temporal en espera de ser deportadas. La paralización de las comunicaciones internacionales hace imposibles las devoluciones y la dificultad sobre “cómo deportar”, se suma a la de “adónde deportar” en el caso de los apátridas, cuenta esta mujer distinguida con el premio Sájarov y promovida para el Nobel de la Paz.
“No sabemos cuántos internados pendientes de deportación hay en Rusia, pero calculamos que su número oscila entre 14 y 150 personas por provincia, según las zonas”, afirma Gánnushkina. Rusia se divide en 85 provincias (contando las anexionadas Crimea y Sebastopol). Oficialmente, tras marcarla como “agente extranjero”, las autoridades rusas restringieron su colaboración con AC. En la práctica, les piden “ayuda los funcionarios situados en los eslabones más cercanos a los problemas reales”, señala la activista, y ella achaca esta actitud al “trauma psicológico que les supone tener que estar todos los días diciéndole a la gente que no pueden asistirla”. “Responsables de los centros de internamiento temporal piden a los abogados de AC que cursen peticiones a los jueces con el fin de liberar a los internos, sobre todo los que tienen familiares o recursos para ganarse de alguna manera la vida”, dice. “De no ser así, los recluidos se ven condenados a un absurdo y largo confinamiento”, afirma.
Los chicos de aspecto asiático cargados con grandes bolsas isotérmicas de colores chillones son hoy la imagen de Moscú. Algunos sienten piedad por esos muchachos desorientados que paran sus bicis para consultar la dirección de sus clientes en el móvil. “Son jóvenes, tienen trabajo y se ganan la vida”, exclama Gánnushkina. “Los que están peor son los que han solicitado asilo temporal o la condición de refugiados”, dice.
Los inmigrantes con permiso de trabajo han visto prolongada la validez de sus documentos hasta el 15 de junio. Un decreto promulgado por el presidente, Vladímir Putin, a mediados de abril permite hablar de “una cierta humanización de la política rusa de emigración”, opina la presidenta de AC. El decreto calmó el pánico que estalló a fines de marzo entre los emigrantes condenados a la ilegalidad por no poder abandonar el país, pese a haber expirado el plazo de su estancia en Rusia. Sobre el total de inmigrantes en este país circulan diversas cifras. Gánnushkina da por buenas las que apuntan a entre “10 y 12 millones de personas, la mayoría del entorno postsoviético”.
Formalmente, los inmigrantes trabajan en las mismas condiciones que los ciudadanos rusos si son ciudadanos de países de la Comunidad Económica Euroasiática (Bielorrusia, Kirguizia, Armenia o Kazajistán). Si vienen de otros países postsoviéticos, necesitan permiso de trabajo, la llamada “patente”, que equivale a un impuesto por la actividad laboral. El precio de estas patentes varía según las provincias y en el caso de Moscú es de “5.000 rublos (cerca de 60 euros) al mes”.
En opinión de Gánnushkina, a efectos laborales están en desventaja los solicitantes del estatus de refugiado, que es “prácticamente inaccesible” en Rusia, y también los solicitantes de “asilo temporal”, que Moscú otorga a regañadientes por un periodo de un año. “El asilo temporal”, opina, “es un invento ruso, que no comporta las responsabilidades que el Estado tendría para con los refugiados.
En enero había en Rusia casi 42.000 asilados temporales, de los cuales el mayor contingente (más de 40.000) procedía de Ucrania, seguido de sirios y afganos, con 591 y 543 personas respectivamente. Sorprende el escaso número de asilados sirios (27% menos que un año antes) sobre el telón de fondo de los encarnizados conflictos en su país de origen y el papel de Rusia allí. Por otra parte, el número de sirios que ha recibido estatus de refugiado en Rusia “sigue siendo de dos” en un conjunto de 487 personas, en el que afganos y ucranianos (252 y 119, respectivamente) son los grupos más numerosos.
Al mencionar a los “dos refugiados sirios” Gánnushkina habla con ironía. “Hay un mínimo de 100.000 personas en Rusia, de ellos 10.000 sirios, con base para solicitar la condición permanente de refugiados, pero Rusia no cumple con la Convención de Ginebra de 1951 sobre el estatus de los refugiados”, explica.
Llama la atención la activista sobre el contraste “entre la política consular del Ministerio de Exteriores, generosa en el reparto de visados, y la del Ministerio del Interior, que no registra las solicitudes del estatus de refugiados». “Hay indicios de que la expedición de esos visados no es desinteresada», afirma.” Hay gente que me asegura haber pagado para que se los entregaran”, dice.
El problema de los inmigrantes de Ucrania parece encauzado de momento tras llegar a 300.000 después de las turbulencias de 2014. Rusia ha repartido pasaportes entre los habitantes de las regiones secesionistas del país vecino y, cuenta la activista que en un conflicto entre dos bandos prorrusos en la autodenominada “república popular de Lugansk” fue necesaria la intervención de Tatiana Moskalkova, general de la policía y defensora de los derechos humanos en Rusia con el fin de acoger a los perdedores y defenderlos del bando ganador en aquel territorio separatista. La activista no recuerda que Moscú concediera “asilo político” a nadie, si se exceptúa a Ayaz Mutalíbov, el primer presidente de Azerbaiyán.
Durante la pandemia, AC compra comida para los inmigrantes en apuros y les reparte también dinero para pagar el alquiler, cuenta Gánnushkina. Además, ofrece los servicios de un médico y en este punto la Administración municipal de Moscú ha ofrecido medicamentos al “agente extranjero”, cuenta.
LA HISTORIA DE LA INMIGRACIÓN EN RUSIA
La historia de la inmigración en Rusia desde 1991 es un proceso de absorción con muchas turbulencias. Cuando se desintegró la URSS se estimaba que 25 millones de rusos habían quedado fuera de Rusia. No todos volvieron a su tierra de origen, en parte porque Rusia no estaba preparada para recibirlos. En las escasas estadísticas, la categoría de “desplazado forzoso” esconde aún los residuos de aquellos años. “Rusia no solo recibe nuevos contingentes de emigrantes, sino que no ha superado todavía las consecuencias del fin de la URSS”, afirma Svetlana Gánnushkina.
A primeros de enero había 5.353 “desplazados forzosos” en Rusia y en esta cifra se cuentan los restos de los éxodos del Cáucaso y la guerra de Chechenia, explica. A mediados de los noventa, Rusia tenía casi un millón de desplazados y múltiples colas por viviendas, documentos y servicios, pero en la década siguiente las autoridades comenzaron a rebajar las cifras hasta reducirlas drásticamente en 2015. “Son muchos más de los que figuran en las estadísticas”, sentencia.