Cientos de refugiados africanos vagan en las calles de Ciudad del Cabo tras la última ola de xenofobia y amenazados ahora por la expansión de la covid-19
GEMMA PARELLADA. EL PAÍS.- “Que nos dejen en el desierto si hace falta, pero que nos saquen de Sudáfrica”. Amba Ayomba, congoleño, es uno de los alrededor de 300 refugiados del llamado «grupo de Greenmarket Square”, que vive en las calles del centro de Ciudad del Cabo (4,5 millones de personas), la segunda urbe más poblada del país, tras ser víctimas de ataques de xenofobia el año pasado. Ayomba, desesperado, llegaba a pedir el desierto unos días antes de que la pandemia de coronavirus entrara en el país, un problema añadido en una tierra que aún combate la brecha de desigualdad social tras décadas de apartheid. Ahora, con una Sudáfrica en confinamiento total para limitar los contagios de la covid-19, Ayomba, que supera ya los 40 años, no solo sigue sin techo y sin solución, sino que además le han multado por estar en un grupo de más de 100 personas, es decir, por incumplir las normas de distanciamiento social impuestas por las autoridades.
En el grupo de Greenmarket hay zimbabuenses, mozambiqueños, angoleños, congoleños… Y muchos tienen asilo. Pero su compleja tierra de acogida, esa Sudáfrica con aún tantas barreras infranqueables, físicas y sociales, les ha colocado en el eslabón más frágil de su escala de desigualdades. Sus vecinos sudafricanos de los asentamientos informales -conocidos como townships– les echaron de sus chabolas en la última oleada de violencia xenófoba, el pasado otoño. Especialmente desde 2008 y debido a cuestiones de desigualdad y falta de empleo en Sudáfrica, los inmigrantes llegados de países vecinos, entre ellos Mozambique, Zimbabue y Malawi, en busca de oportunidades, son objeto de la violencia desatada por grupos locales.
Los de Greenmarket han pasado el verano austral instalados en la turística plaza, a la vista de los miles de visitantes internacionales que aún venían a disfrutar del mar, la montaña y de una de las ciudades de belleza natural más celebrada. Los refugiados del grupo han pedido a las autoridades que les protejan, pero la única respuesta que han obtenido son expulsiones y multas. Y ahora se preparan para un duro invierno.
“Somos exiliados. Huimos de nuestro país por la inseguridad y ahora aquí nos agreden los vecinos y las fuerzas de seguridad” cuenta Ray Ilenga, de 38 años, de Congo Brazzaville. “La alcaldía nos pide que volvamos a nuestros barrios, ¿quieren que vayamos allí donde nos matan?” añade. A pocas horas de que entrara en vigor el confinamiento nacional de 21 días, el pasado 26 de marzo, la alcaldía anunció por la televisión pública que había encontrado una solución para ellos. Pero ya había pasado más de una semana de confinamiento y ellos seguían en el mismo lugar de Ciudad del Cabo, en un centro con aire apocalíptico donde han quedado solo los vagabundos.
“Dónde está el espíritu de ubuntu –la “humanidad” a la que apeló Nelson Mandela-?”, se pregunta la congoleña Giselle Mbuyi, de unos 40 años, una de las líderes del grupo de refugiados.
Francis Ngerageze, rodeado de policías antidisturbios, muestra las cicatrices de la última ola de xenofobia. Ha vivido los últimos mismos seis meses en la iglesia metodista de la misma plaza de Greenmarket. Hasta esa plaza, entre la iglesia y la calle, llegaron huyendo de la violencia alrededor de 600 refugiados. La mitad han sido expulsados. “Me atacaron con cuchillos, quemaron mi barbería y mi casa, lo perdí todo”, cuenta Ngerageze, burundés de 32 años, al lado de su hermano. Vivía en Khayelistha, el asentamiento informal más grande de todo Sudáfrica, antes de huir y refugiarse en la iglesia. Ahora, con el centro de la ciudad desierto por el confinamiento, la plaza se ha llenado de policía para echarlos del templo. Les dan máscaras, guantes, y los suben a un autocar a la fuerza: les llevan a las afueras de la ciudad.
“Vivimos en una de las sociedades más desiguales del mundo”, recuerda la analista de política Asanda Ngoasheng. “Y el coronavirus golpeará más duro a aquellos que están ya en una situación comprometida”. Giselle, Ayomba, Ngerageze están en una situación comprometida, pero no están solos. Nada solos. De hecho, la mayoría de los 59 millones de sudafricanos está en situación precaria. Porque, “aunque el apartheid acabó en 1994, es el mismo sistema el que sigue funcionando en Sudáfrica”, asegura Ngoasheng. Una minoría con muchos privilegios; una mayoría fuera de los derechos básicos. Y el nivel de vida de la minoría, la punta del iceberg de la segunda economía del continente, después de Nigeria, reposa sobre una masa de desempleo y desamparo.
“En pocas partes se manifiesta mejor la omnipresente diferencia social que en el sistema de salud”, cuenta Ngoasheng. “La mitad del PIB de Sudáfrica está dedicado al sector privado y el otro 50%, al público”, explica la doctora sudafricana Atiya Mosam, cofundadora del Equipo de Acción para la Salud Pública. “Pero el sector público atiende al 80% de la población”.
Colapso sanitario en tiempos de la covid-19
Las instalaciones públicas ya están colapsadas en tiempos normales. “En el sistema público – este que debería atender al 80% de los sudafricanos- ya faltan camas, médicos, recursos, equipos y medicinas de manera habitual”, explica la doctora Mosam. Y a eso hay que añadirle la población rural, que no tiene infraestructuras cerca ni dinero para pagar el transporte a los centros de salud. Así que la prevención se ha convertido en Sudáfrica en la única posibilidad de vencer al coronavirus, que ya ha infectado a más de 1.600 personas y es el país del continente con más contagios registrados.
En la primera semana de confinamiento, los centros de las grandes ciudades quedaron vacíos, pero en los asentamientos informales, donde ni siquiera pueden vivir los refugiados de Greenmarket, la imagen ha sido otra. Largas colas para poder acceder a las ayudas sociales: 12 millones de personas dependen de ellas para sobrevivir. Y los ancianos, los más vulnerables al virus, se han acumulado en los centros de pago, desafiando al contagio, para poder acceder a los menos de 150 euros que reciben para poder pasar el mes.
El coronavirus ya ha entrado en algunos de los barrios más sobrepoblados del país, ya hay positivos en Khayelitsha, en Mitchells Plain y en Alexandra. Y así como la imagen de Ayomba y Giselle junto a los turistas ricos capturó nítidamente las brechas de Sudáfrica en verano, las largas colas en tiempos de confinamiento dibujan, también, que el “distanciamiento social”, no el decretado por la epidemia, sino el marcado por el apartheid, sigue vivo en Sudáfrica. Y quedan entre dos y tres semanas – según Naciones Unidas es el tiempo que falta para que estalle la crisis del coronavirus en el continente- para sentir sus peores consecuencias.