El desfile incluía disfraces de judíos con narices ganchudas y caracterizados como insectos
ÁLVARO SÁNCHEZ. EL PAÍS.- El carnaval de Alost se ha convertido en los últimos años en un imán para la polémica. El municipio flamenco de 85.000 habitantes, situado a poco más de media hora en coche de Bruselas, celebra cada mes de febrero uno de los desfiles más concurridos de Bélgica. Y posiblemente el más detestado por la comunidad judía. Esta edición, sus carrozas estaban más que nunca en el punto de mira, después de que el año pasado la Unesco decidiera retirar la fiesta de su lista de Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por considerarla racista y antisemita. La agencia de la ONU juzgó inaceptable que se incluyeran caricaturas de judíos acompañados de cofres repletos de dinero, un prejuicio sobre su presunta avaricia.
La medida de la Unesco estuvo lejos de amilanar a sus participantes en una localidad que muchos señalan como un vivero ultra. El segundo partido más votado es el neofascista Vlaams Belang (Interés Flamenco), y el primero la N-VA (Nueva Alianza Flamenca), la primera fuerza de Bélgica, equipada de un ideario nacionalista y antiinmigración. Juntos suman más del 50% de los sufragios. Su alcalde, al enterarse de la intención de la Unesco de expulsarles, respondió airado que al carnaval no lo sacaban de la lista. Se iban ellos.
Con esos antecedentes sobre la mesa, conforme se acercaba la fecha del nuevo carnaval, las organizaciones judías alzaron el tono, e incluso el ministro israelí de Exteriores, Israel Katz, pidió a las autoridades belgas una condena expresa y la prohibición del evento por considerarlo «un desfile que incita al odio».
La atmósfera enrarecida que precedió al carnaval culminó el domingo en un desafío aún mayor a todas esas voces discordantes. Judíos con cuerpo de hormiga —un juego de palabras en el dialecto local, donde la palabra hormiga se asemeja a muro de las lamentaciones—. Narices ganchudas. Y lingotes de oro. La intención parecía clara: retar a todos los que atacaban la celebración del carnaval dándoles, en nombre de la sátira y la libertad de expresión, una dosis doble de aquello que criticaban.
El desaire surtió efecto. En una región donde el colaboracionismo con los invasores nazis llevó a que 25.000 judíos y 352 gitanos fueran deportados de Malinas a Auschwitz, el asunto no es solo un debate sobre las fronteras del humor, tiene que ver también con la gestión de la memoria. Así lo entiende la Conferencia Europea de Rabinos, una de las más duras contra la escenografía del carnaval. «Este tipo de antisemitismo es un recordatorio de algunos de los más oscuros momentos del pasado de Europa», dijo en referencia al periodo nazi. «No podemos pretender que esas imágenes sean algún tipo de broma o que no provoquen miedo», añadió.
La magnitud de la afrenta fue ganando entidad como una bola de nieve. La primera ministra belga, Sophie Wilmès, explicó que corresponde a la justicia determinar si los hechos infringen las leyes, y reprochó que la representación es contraria a los valores de Bélgica y daña la reputación del país. «El uso de estereotipos estigmatizando comunidades por su origen conduce a la división y pone en peligro la convivencia», lamentó.
Incluso el vicepresidente de la Comisión Europea encargado de la lucha contra el antisemitismo, el griego Margaritis Schinas, reclamó que se tomen medidas para que no vuelvan a repetirse las ofensas hacia la comunidad judía. «El carnaval de Alost es una vergüenza. Esto tiene que terminar. No hay lugar para esto en Europa».
Con los excesos de 2019 multiplicados este año, el futuro de un carnaval con más de 600 años de historia está ahora en entredicho. Mientras persiste el debate sobre los límites de la libertad de expresión, sus organizadores insisten en su derecho a la blasfemia, y recuerdan que la comunidad judía no fue la única objeto de mofa. Hubo caricaturas de la familia real belga aludiendo a Delphine Boël, la hija ilegítima del rey emérito Alberto II, burlas hacia la activista climática Greta Thunberg, la comunidad LGTBI, y otras confesiones religiosas. «Aquí nos reímos de todo, de la familia real, del Brexit, de los políticos nacionales y locales y de todas las religiones: del islam, del judaísmo y del catolicismo«, explicó el alcalde de Alost, Christoph D’Haese.