Adolf Hitler quiso «descontaminar» Alemania de Judíos. Pero, ¿de dónde venía su odio hacia ellos?
JORGE VILCHES. LA RAZÓN.- No fue locura. Los nacionalsocialistas que pensaron, organizaron y ejecutaron el Holocausto no eran unos locos. No se trató de una enajenación mental, sino de maldad. Tampoco eran unos locos los comunistas que crearon los campos de trabajo y muerte del sistema Gulags. Como escribió Anne Applebaum, no había diferencia entre los campos nazis y los soviéticos: hombres, mujeres y niños encarcelados por no encajar con el modelo político; detenidos, torturados y asesinados, en un auténtico «triturador de carne» que destruyó familias y pueblos enteros. La liberación de Auschwitz-Birkenau por los comunistas el 27 de enero de 1945 no fue, por tanto, el fin de la maldad y la barbarie, del olvido de la civilización como respeto de los derechos humanos. Primo Levi, superviviente de aquel sistema de campos situado en suelo polaco, escribió que los soviéticos les pasearon por Europa en largos trenes sin darles información. No le pareció extraño. En realidad, dijo, ya les habían despojado de su condición humana en Auschwitz. Judíos de toda Europa llegaban a la estación civil de aquel lugar. Allí las SS les despojaban de todas sus pertenencias y les separaban. A un lado iban los útiles, al otro los schmattes («andrajosos»). A estos últimos los subían a falsos camiones de la Cruz Roja. Ahí el gas Zyklon B les mataba en media hora.
Cuatro jinetes blancos
Los útiles eran repartidos por los campos, donde les desnudaban, pelaban y tatuaban un número. Recibían un uniforme a rayas que tenía cosida una estrella de David para diferenciarlos de los demás presos que había en los campos. Los campos eran de trabajo hasta la extenuación. La jornada laboral empezaba a las cinco de la mañana y terminaba al irse el sol. El desembarco aliado en Normandía el 6 de junio de 1944 lo cambió todo. EEUU y la URSS compitieron por llegar el primero a Berlín. El avance era imparable. El 1 de enero de 1945 los nacionalsocialistas comenzaron a desmontar Auschwitz. La evacuación comenzó el 18 de ese mes. Obligaron a los prisioneros a las «marchas de la muerte», donde liquidaron a una gran parte. Unos pocos quedaron en el campo de exterminio. El 27 de enero aparecieron cuatro jinetes blancos con estrellas rojas en sus gorras gritando «Germania kaputt! Ruski! Ruski!». Era el fin de Auschwitz, y el comienzo de la memoria. El antisemitismo no había sido un invento nacionalsocialista, sino que tenía cientos de años. Sin embargo, aquel siglo XX fue devastador. El antijudaísmo alemán en el que se basó el partido nazi procedía de la obra de Dietrich Eckhart «El bolchevismo de Moisés a Lenin» (1920), y en otras anteriores de Gobineau y Chamberlain. Los judíos, decían los nazis, habían destruido el orden natural de la Antigüedad con el cristianismo, y luego con el comunismo. Además, habían contaminado el orden racial mezclándose con otras razas.
La «arianización» de alemania
Todo respondía, como se leía en los falsos «Protocolos de los sabios de Sión», a que tenían un plan de dominación mundial a través de la infiltración de las instituciones de poder. Ese odio a los judíos estaba extendido por muchos países de Occidente, lo que explica el inmovilismo de los grandes gobiernos cuando el NSDAP llegó al poder en Alemania. El discurso antisemita de los dirigentes nacionalsocialistas parecía parte de la época convulsa, incluso justificable. No alertaron lo suficiente las leyes eugenésicas de 1933 para «descontaminar» la raza aria, ni la eliminación de los derechos civiles y políticos de los judíos, ni la «Noche de los cristales rotos», o la apertura de campos de trabajo. El antisemitismo continúa, incluso con un repunte en la última década. No son solos los ataques a los judíos, sino el negacionismo de la Shoah, el Holocausto. Esa negación procede de la extrema izquierda y la extrema derecha, unidas por su odio a Israel. Dicen que en realidad murieron de hambre y enfermedades, que la Shoah es una conspiración judía para conseguir dinero y poder, y que los juicios de Nüremberg fueron injustos porque los nacionalsocialistas solo cumplían órdenes. No fue así. Claude Lanzmann rodó un documental de diez horas con víctimas y testigos de los campos de exterminio. Es estremecedor. Después de tantos testimonios y pruebas solo queda sumarse a lo que escribió August Bebel: «El antisemitismo es el socialismo de los imbéciles».