El director de ‘Utoya 22 de julio’, que se estrena el próximo viernes, advierte sobre los peligros del radicalismo y acusa de inmoral la película sobre el atentado producida por Netflix y dirigida por Paul Greengrass
LUIS MARTÍNEZ. EL MUNDO.- Antes de asesinar a 77 noruegos en julio de 2011, Anders Breivik dejó tras de sí un manifiesto de 1.513 páginas titulado 2083: una declaración de independencia europea. En él hace explícitas sus motivaciones que, básicamente, en nada difieren del ideario ya casi rutinario de la extrema derecha. En el texto culpabiliza al marxismo de la islamización de Europajusto después de describir una conspiración en la que la corrección política y hasta la Escuela de Frankfurt estarían socavando los cimientos de la cultura cristiana. Nada que no aparezca diariamente en los comentarios al pie de cualquier noticia en cualquier periódico. «Es absurdo», comienza Erik Poppe, «intentar convertir una película en instrumento de nada. Pero creo que es importante dejar claro que lo que sucedió en Utoya no surgió de la nada. Los foros en los que se sembró el odio siguen activos; la extrema derecha está en los parlamentos y, sí, las palabras no son inocuas; pueden ser muy peligrosas».
El que habla es el director de, precisamente, Utoya 22 de julio, la película que se estrena, por fin, este viernes tras sorprender en el festival de Berlín de 2018 con una contundencia a prueba de tibios, despistados o, ya puestos, neutrales que, como diría Celaya, «lavándose las manos, se desentienden y evaden». En ciertos sectores de la crítica se habló de inmoralidad. En otros, incluso de pornografía. Y en todos de provocación. En el mejor o en el más crudo de los sentidos. Poppe se defiende y hasta contraataca: «Mi única intención era mostrar el punto de vista de las víctimas. Me entrevisté con infinidad de ellas y el argumento común es que nadie sabía lo que estaba pasando. Era el terror en casi una pureza absoluta. No quería ni podía componer una pieza de entretenimiento donde hubiera héroes y narraciones consoladoras. Tampoco quería, ni debía, servir al narcisismo del asesino. Él fue una sombra y como tal tenía que aparecer en la película».
Para situarnos, Poppe reconstruye en un único plano secuencia la experiencia de una de las víctimas. La cinta dura poco más de los 72 minutos que el extremista asesino Anders Behring Breivik necesitó para la masacre. La película que se estrena ahora añade al principio unas imágenes reales de las explosiones de Oslo que precedieron a la masacre en la isla donde se encontraban de campamento las juventudes del Partido Laborista. También se incluyen unos textos en el que se dan todos los datos de las víctimas de forma escueta. Se insiste en que lo narrado y los personajes son ficticios, pero todo está basado en los testimonios de los supervivientes. La película en sentido estricto empieza antes y acaba justo después del último tiro. Se escuchan los mismos disparos y la cámara simplemente levanta acta de una sensación mucho más profunda, hiriente y hasta inexplicable que la desesperación, el vacío o la angustia.Lo que se ve es todo ello tan imprevisible como magnético, al límite exacto de lo soportable. Tan brutal como irresistible. Pero, sobre todo, se ofrece como una experiencia única en su capacidad para abrir interrogantes en el centro mismo del absurdo. En un momento dado, la película se detiene en la piel erizada de la protagonista. Un mosquito se para delante de la cámara como señal y testigo de que todo lo que ocurre es tan real que parece fabulación, tan inaudito y extremo que sólo puede ser cierto. Más adelante, en pleno caos, alguien hace una broma y, de golpe, cobramos consciencia del verdadero sentido del temblor de una simple carcajada.
«Lo relevante es la relación con la verdad que pueda establecer el relato. No es verdad que un documental sea más verdad. El proyecto llevó más de dos años y realicé más de 20 entrevistas a jóvenes supervivientes. Reproducir lo que ellos vivieron es imposible, cualquier forma de representación es sólo eso, una imagen. Mi esfuerzo consistió en reconstruir su relato de la forma más fiel. Nada más. Es una película que recoge el testimonio de los que sobrevivieron y que, por su vocación de verdad, homenajea a los fallecidos», razona Poppe. Y sigue: «En mi país se ha discutido muchísimo sobre todo. Sobre el tipo y el lugar del monumento, sobre la forma en la que reconstruir los daños causados por las bombas. Pero lo importante, creo, era devolver la propiedad de lo que ocurrió a las víctimas. Hay quien ha dicho que es demasiado pronto. Pero, ¿cuándo es el momento correcto? Si esperamos a estar todos de acuerdo, corremos el riesgo de olvidarlo. Y eso es lo más cruel que se puede hacer».
– Su película ha coincidido con la cinta de Paul Greengrass producida por Netflix…
– Creo que eso es justo lo que no se debería haber hecho. Convertir la masacre en una película de entretenimiento es sencillamente inmoral.
Y llegado a este punto, Poppe regresa al principio: «El mundo cada vez está más dividido y polarizado. Es preciso dejar testimonio de hasta dónde se puede llegar… Las palabras son peligrosas», insiste. Acaba la cinta y se lee: «El extremismo de derechas crece en Europa y el mundo. La idea del terrorista de quién es el enemigo perdura y esa visión cada vez está más extendida».