Marcela Chocobar desapareció en 2015 a la salida de un bar de Río Gallegos. Su cráneo se halló en un baldío, pero nunca el resto de su cuerpo. Los investigadores apuntaron a dos hombres –Oscar Biott y Ángel Azzolini–, que la subieron a su auto. Al principio fueron procesados por homicidio simple. Pero la Justicia sentenció a ambos en junio por delito de género, al primero a perpetua como autor y al segundo a seis años por encubrimiento
GENTE.- «Condenar a Oscar Humberto Biott por hallarlo autor del delito de homicidio calificado por odio a la identidad de género, cometido el día 6 de septiembre de 2015 a la pena de prisión perpetua; y a Ángel Emanuel Azzolini como culpable de encubrimiento agravado, a la pena de seis años de prisión».
El dolor y las lágrimas reinaron el 13 de junio pasado en la sala, mientras todavía resonaba el veredicto de la Cámara en lo Criminal de Santa Cruz. Habían pasado casi cuatro años del despiadado homicidio de Marcela Chocobar, una mujer trans de veintiséis años que en la madrugada del 6 de septiembre de 2015 se divertía en el bar Russia, de Río Gallegos, uno de los más concurridos de la ciudad patagónica, cuya noche siempre estuvo en el ojo de la tormenta por la proliferación de «fiolos» –quienes obtienen beneficios económicos de la prostitución de otras personas–, y el archiconocido tema de la trata.
Ambos sentenciados comenzaron siendo juzgados por «Homicidio simple», pero a medida que desfilaron los testigos, el fiscal solicitó que se amplíe la acusación por el delito de transfemicidio –que prevé la prisión perpetua–. El de Marcela fue el primer caso en la provincia en el que se llegó a este tipo de condena.
UN POCO DE HISTORIA. En 2018, el Tribunal Oral en lo Criminal y Correccional N° 4 de la Ciudad de Buenos Aires condenó a Gabriel David Marino también a prisión perpetua por el crimen de Diana Sacayán, una de las principales activistas del movimiento de derechos humanos y de la lucha por el reconocimiento y la inclusión social del colectivo trans en Argentina y en la región. En su veredicto, estableció que se trató de un crimen de odio y que medió la violencia de género. Fue la primera vez que la Justicia utilizó el término «travesticidio» en los expedientes.
La resolución del crimen de Chocobar reafirma este nuevo paradigma legal, que empezó a vislumbrarse con las primeras condenas por femicidio, otrora interpretadas livianamente como «crímenes pasionales».
Su caso se inició, como tantos otros, con la desaparición repentina de Marcela. Sus cuatro hermanas –la familia es oriunda de Salta y llegó a Gallegos soñando con las oportunidades que años atrás ofrecía el Sur de nuestro país– advirtieron ya entrada la tarde del mencionado domingo 6 de septiembre de 2015 que no había regresado a su casa.
Cuando recurrieron a la Policía recibieron la típica respuesta de manual: «Siempre hay que esperar 48 horas en este tipo de situaciones». Y una de las Chocobar recibió el desafortunado comentario que lamentablemente suelen repetir muchos funcionarios en la fuerza: «Seguro se fue de joda».
El sufrimiento se acrecentó ante la respuesta del uniformado. Vislumbraban que se encontraban ante un hecho grave y que nadie las iba a ayudar. Recién una semana después se produjo el macabro hallazgo: un cráneo –que luego se comprobaría que era el de ella– en un terreno abandonado del barrio San Benito, junto a un vestido y un saco negro, una bota bucanera de color blanco y la cabellera rubia que solía lucir. Hasta la fecha, el resto del cuerpo no fue hallado.
De inmediato se inició la búsqueda de los autores de semejante atrocidad. Al principio los investigadores pensaban en algún cliente violento o con problemas psiquiátricos, ya que Marcela ejercía la prostitución.
Más tarde, como suele pasar, se apuntó a lo que vulgarmente se denomina como «perejiles»: un grupo de peruanos y bolivianos –siempre estigmatizados– fueron señalados porque circulaban en un auto rojo, el color del que había quedado grabado por las cámaras de seguridad del bar Russia, al que Chocobar había subido a la salida, cuando estaba amaneciendo.
Pronto, un policía que pidió anonimato contó a los pesquisas que un soplón escuchó a un habitué del lugar, Ángel Azzolini –empleado municipal–, decir que a alguien conocido de él «se le fue la mano con un trava». Eso determinó que el juzgado interviniente en el expediente ordenara la intervención de su teléfono, además de establecer que un Renault 9 de color rojo pertenecía a la familia de Azzolini y estaban buscando venderlo.
Las escuchas al celular condujeron a la Policía a un tal Oscar Biott, un escalador que compartía con Ángel una cabaña en la avenida Gregores. Azzolini contó que ambos habían subido a Marcela al coche, pero que al llegar a destino él se fue a dormir.
Agregó que Biott –en el saco de Marcela se halló su ADN– le contó alterado que discutió con ella por cuestiones de plata, porque la encontró revisando su billetera. Y que la terminó llevando para un lugar donde había un terreno vacío. Allí, ella le tiró un cascote al coche, forcejearon, Marcela se cayó, quedó inconsciente, pero Biott la dejó y se fue.
Los dos aseguraron que no advirtieron que se trataba de una chica trans para mejorar su situación. La Justicia determinó que Marcela no murió por otra causa que no fuera un asesinato y que fue decapitada post mortem, entre otros motivos por el odio que le generó a su matador.
SEAN UNIDAS. Las hermanas de Marcela fueron clave en toda esta lucha reclamando justicia. Gabriela, Carina, Laura y Judith no paran de dar pelea junto a las agrupaciones que siempre las apoyaron a nivel nacional y local como Las Rojas, el Plenario de Trabajadoras y el Instituto Nacional de la Mujer.
Más allá del fallo, ellas apelaron el dictamen a través de su abogado, el doctor Carlos Muriete, por varios motivos: quieren que se determine a quién pertenece el segundo ADN encontrado en el saco de Marcela, se profundice la investigación sobre la responsabilidad de un tercer acusado, Adrián Fioramonti, que logró su libertad luego de pagar 50 mil pesos de fianza y luego fue sobreseído, y que se considere que Azzolini no fue encubridor, sino partícipe necesario del asesinato.
Judith hace hincapié en la conducta establecida en los informes psicológicos de ambos condenados: «Determinaron que son antisociales, desadaptados y con conductas sádicas. Y lo peor, consideraron a mi hermana como un objeto. Eso es imperdonable«.
Por Miguel Braillard.
Fotos: Álbum familia Chocobar y gentileza
Cristian Robledo Diario Tiempo Sur