En lo que va de año, 7.839 personas han llegado a las islas griegas y 2.513 han cruzado la frontera desde Turquía, según la OIMEn 2015, más de un millón de personas llegaron a Grecia no como país de destino sino de tránsito
SARA ALONSO ESPARZA. RTVE.- «¿Hay alguien ahí? ¡Abrid la puerta! Traemos comida», grita Dimitrious, mientras llama con las manos a la puerta de uno de los squats que hay en Atenas, fundamentalmente en el barrio anarquista de Exarquia. Se trata de edificios abandonados -hay once en estos momentos-, que han sido ocupados y que hoy son residencia para refugiados.
Finalmente aparece Masia y abre. Es una mujer de mediana edad, iraní. Lleva tres años y medio en Grecia a donde llegó, dice, por cuestiones políticas. «No hay trabajo y actualmente no tengo ninguna ayuda. Es muy difícil. Me gustaría ir a otro país», cuenta esta mujer, que tiene dos hijos escolarizados aquí. Ella tiene asilo. Y miedo. «Hace poco han desalojado tres squats y si nos echan de aquí ¿A dónde vamos? Nos quedaremos en la calle. No tenemos nada», sentencia con cara de angustia, pero dibujando una sonrisa al despedirse.
Dimitrious Kouirouclis se dedica en cuerpo y alma a la ONG Sos Refugiados que, en Atenas, reparte alimentos, además, a distintas asociaciones que preparan comida para sin techo y a varios campos de refugiados. El de Eleonas, en la capital, y los de Lavrios, Patras y Malakasa en la periferia. En total, alimentan a 4.000 personas al día.
En el almacén, varios voluntarios ayudan a preparar los pedidos. Entre ellos está Hamza, un joven de 24 años que llegó hace cuatro meses desde Idlib, en Siria. «Vine cruzando el río Evros. Caminé durante aproximadamente diez días desde la ciudad turca de Ipsala hasta Kotomeni, en Grecia», relata.
Esa frontera, la terrestre, abarca 200 kilómetros. Según datos de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) la han cruzado este año 2.513 personas, aunque pueden ser más porque no es fácil de controlar.
Es peligrosa, pero aquí no rige el acuerdo entre la Unión Europea y Turquía y, además, llegas a suelo continental y no a las islas, donde, por otro lado, siguen llegando migrantes -se estima que 7.839 este año- pese a que miles de personas han quedado ahí atrapadas en condiciones infrahumanas.
«Yo estuve en Moria durante un año», apunta Ali, otro de los jóvenes voluntarios. Tiene sólo 17 años y vive acogido en casa del propio Dimitrious. «Desde Afganistán fui a Irán y de ahí a Turquía y luego crucé en barco a Lesbos», relata. «Moria es como una prisión. La situación ahí es muy crítica. Hay demasiada gente y muchos problemas. Muchos llevan ahí mucho tiempo. Un año, dos… sin papeles, sin documentos… La gente se vuelve loca«, explica, aludiendo a los problemas de salud mental que todas las ONGs que trabajan allí denuncian.
El campo de refugiados de Malakasa
Malakasa se encuentra a 40 kilómetros de Atenas. Tras aproximadamente una hora de trayecto se llega al campo. Jasmina es la primera en saludar. Lo hace de manera entusiasta, como corresponde a una niña de su edad. Tiene doce años. «Vinimos hace cinco meses a Grecia porque en Afganistán hay guerra», cuenta en el inglés que está aprendiendo, como también griego, en la escuela. Jasmina entra en la carpa donde vive. Hay dos. Dentro un mar de tiendas de campaña donde se hacinan 250 personas, todas afganas.
«Viven como animales, como basura, nadie les ayuda a nada. Son los que han llegado hace poco y ya no entran en los programas. No es como antes», indica Dimitrious. Dentro, unos chicos hacen té en un hornillo eléctrico. Los cables por el suelo vienen desde el exterior, de donde obtienen la electricidad que han pinchado en el alumbrado público. «Antes sólo les traíamos latas porque no podían cocinar. Tenían miedo de que se incendiara. Pero ahora, ¿qué van a hacer? Es peligroso pero tienen que comer», explica.
En el exterior, hay unos baños móviles y un lavadero donde Tashmin está haciendo la colada. «Algunos de mis doce hermanos son talibanes y querían que yo me uniera a ellos. Por eso huí. Ahora aquí, es complicado. No tengo la entrevista hasta 2021. Faltan dos años y llevo aquí casi uno», cuenta con mirada triste.
En Malakasa, además de esta zona ‘informal’ hay una parte oficial. Un conjunto de casetas prefabricadas donde están los que se acogieron a los programas oficiales. Apenas se ve a nadie mientras se pasea libremente por el campo.
De pronto, saluda Abdul y abre la charla. Lleva aquí más de tres años. «Me fui de Afganistán para huir de la muerte y a veces aquí me quiero morir. Lloro por mi situación’, cuenta este hombre de 57 años que trabajaba como taxista en Kabul. «Mi mente está destrozada. Yo querría trabajar pero no hay nada. La gente que tiene dinero pues está mejor pero, ¿gente como yo? ¿Sin nada? Esto es como el infierno», comenta.
Asegura que algunos de sus vecinos van a sacar patatas. Les ofrecen ocho euros al día pero les pagan al final. Y cuando el pasa el tiempo les quitan un poco por haber consumido agua, otro poco por haber dormido, por el aseo… Al final vuelven sin nada. «¿Eso qué es?», se pregunta.
Ami, de 25 años, le saluda en su idioma. Finalmente se para. «En mi país, Afganistán trabajaba como mecánico. Me gustaría hacer aquí lo mismo pero no hay oportunidades. Antes percibía una ayuda de 150 euros pero ahora ya nada. Querría irme a Francia, a Alemania, a Italia o a Bélgica…, a algún sitio donde haya trabajo», se lamenta.
Por la carretera, se observa a varios que caminan por el andén. «Van a la estación», dice Dimitrious, que señala que el Gobierno prefiere tenerlos fuera de la ciudad, pero que ninguno de ellos quiere estar apartado. «Ellos querrían estar en las grandes ciudades. En Atenas o en Tesalónica», continúa.
Historias de éxito
«Hola, ¿cómo estás?, saluda Jamal con un fuerte abrazo en el café que acaba de abrir en el barrio de Exarquia. «Estoy muy contento. Yo creo que va a ir bien», asegura mientras sirve una bebida y un bagabanoush.
Jamal, sirio y boxeador profesional en su país, entrenaba a otros refugiados. «Yo no quería luchar con nadie, ni matar a nadie. Ni ver morir a mi gente. Yo no podía vivir, no podía estar ahí… y todos los días lo mismo: la guerra. Por eso me fui hace ya más de tres años», cuenta este hombre que, tras superar muchas trabas y obstáculos, ha conseguido adecuar el local y abrir su negocio.
A su lado, codo con codo, Mais, otra refugiada siria, trabaja como camarera. «Me gusta que se fijen en mí. No por el negocio, sino por la capacidad para levantarse cuando te caes. Yo, desde que llegué hace tres años, me he hundido muchas veces. He parado y otra vez a empezar. Y para abajo y me he vuelto a poner de pie. Y ahora mira», dice satisfecha.
En el Al-amore se encuentra Nadir Noori, cofundador de We need books. Él, de origen afgano, llegó a Grecia hace ya 16 años siendo aún un niño. «Ha llegado mucha gente a Atenas en los últimos años y, ¿cuál es su actividad diaria, su rutina?, ¿cómo pueden sentir que están activos, que hacen cosas? Es un reto», dice.
Así fue como nació su asociación que cree en el poder de la cultura, de la literatura, para abrir mundos. En tres años han recolectado 16.000 libros en varios idiomas.
Natalia Pelaz, médico y fundadora de la ONG Holes in the borders, da alojamiento a jóvenes vulnerables a los que ayuda a buscarse un futuro.
En uno de los pisos que ofertan estaba el año pasado Jamid, un joven afgano, estudiante de dibujo, que hablaba cinco idiomas y soñaba con labrarse un futuro como intérprete. ¿Cómo está ahora? «¡Esta trabajando como traductor desde hace unos meses para la OIM en Tesalónica!», explica Pelaz, orgullosa del trabajo bien hecho
Lo cierto es que quienes tienen oportunidades las aprovechan, pero es complicado hacerse un hueco en el país que es difícil también para muchos locales, debido a la crisis económica. Los refugiados, miles y miles atrapados en el país debido al cierre de fronteras, con procesos para la tramitación del asilo que se eternizan, lo tienen más que complicado. Quieren avanzar y no pueden.
Y se convierten en carne de cañón para las mafias. Cada puerta cerrada es un nuevo cliente para los grupos criminales. Cuando no hay una salida legal y segura, se busca una alternativa. La política de asilo común sigue siendo uno de los retos de una Unión Europea que se vio desbordada por la crisis de los refugiados de 2015. Mientras no llegue, los países del sur, que hacen de puerta de África, seguirán siendo los que gestionen, como puedan, los flujos migratorios.