EUDALD ESPLUGA. PLAYGROUND.- «La identidad no es el futuro de la izquierda, ni es una fuerza hostil para el neoliberalismo. La identidad es reaganismo para progres». Esta sentencia de Mark Lilla podría servir como epítome de una corriente de pensamiento, cada vez mayor, que ve en las políticas de la identidad el principal enemigo de la izquierda.Mucho más que los conservadores, hoy la amenaza sería esta epidemia posmoderna que, llamando a la deconstrucción de los sujetos, reivindicando las identidades subalternas y exigiendo una revolución total, ha acabado por desarmar a la clase trabajadora. Derrotado pero satisfecho, el proletariado se mecería entonces en brazos del neoliberalismo.
No es una exageración. En La trampa de la diversidad (Akal), el polémico libro de Daniel Bernabé que recientemente ha puesto estas ideas en el centro del debate, se explicita que los verdaderos villanos ya no son los capitalistas de Monopoly, sino aquellos discursos supuestamente radicales que, ignorando la dimensión colectiva de la lucha obrera, han atomizado los movimientos sociales hasta diluirlos en microluchas individuales por el reconocimiento.El país más misógino dará lecciones de feminismo.
Es un argumento recurrente que permite parodiar fácilmente cualquier subdivisión del activismo como una veleidad ridícula: «activistas feministas teorizando sobre el burka o la prostitución como empoderamiento para la mujer, activistas LGTB defendiendo los vientres de alquiler, activistas animalistas comparando un matadero con los campos de concentración, activistas de lo precario interesándose por la economía colaborativa, activistas culturales reivindicando expresiones de vertedero como populares, activistas de la salud oponiéndose a las vacunas…».
La lista ilustra el funcionamiento de «la trampa de la diversidad», que no sólo alude al carácter fragmentario e individualista de las políticas de la identidad, sino también al hecho que esta diversidad es tratada como un producto de mercado: el capitalismo fagocita la disidencia y la utiliza como gasolina. El problema, para Bernabé, es que mientras la ultraderecha corre arriba y abajo con el mechero en la mano, buscando cualquier excusa para prender fuego a todo, la izquierda sigue enfurruñada en su ñe-ñe-ñe identitario, derramando combustible sin saberlo.
La trampa de la trampa
Sin embargo, que cada una de las críticas que plantea en el libro sea acertada o no resulta irrelevante. Examinadas por separado quizá plantean interrogantes necesarios; pero «la trampa de la diversidad», como argumento general, se presenta como un gesto subversivo que pretende cambiar el foco del debate político: es desde la perspectiva de la recepción que el ensayo debe rendir cuentas. ¿Desde dónde escribe? ¿Contra quien escribe? ¿Con qué objetivo?
El caso del feminismo es ejemplar: desde las primas páginas, Bernabé revisa diversos episodios —de las «antorchas de la libertad» a Theresay May, pasando por Frida Kalho— para dejar claro que la mercantilización del feminismo es un problema mucho más endémico y grave que Inditex vendiendo camisetas con sus eslóganes. No es una crítica interna, ni un llamado feminista a revisar algunas ideas: es un ataque contra la deriva ideológica del movimiento, que se limita a señalar una inconsciencia endémica y peligrosa.
No lo es, de entrada, porque el planteamiento mismo de «la trampa de la diversidad» elimina la agencia de los movimientos que critica.Como en la mayoría de ataques a la política de la identidad —de Mark Lilla a Ana de Miguel— no se discute con la mejor versión del rival, sino que se simplifican sus planteamientos hasta lo ridículo. Se habla de ellos, nunca con ellos, hasta el punto que cualquier crítica se convierte en una enmienda a la totalidad, en un «muy bien vuestras batallitas, pero os perdéis lo importante», que roza la condescendencia.
Además, La trampa de la diversidad se coloca en una posición de exterioridad imposible para señalar la candidez peligrosa de estos movimientos. Bernabé nos viene a decir: se están aprovechando de vosotros y ni tan solo os dais cuenta. Pero hablar desde fuera del mercado es un quimera. Don DeLillo, el escritor estadounidense, lo explicó perfectamente en Cosmopolis: incluso un manifestante que se queme a lo bonzo para protestar contra el capitalismo puede ser fagocitado por el propio capitalismo. La «destrucción creativa» funciona en el plano cultural e identitario, pero también en el social: la crítica de clase no es menos susceptible de caer en la trampa que el feminismo.
Y aunque «la trampa de la diversidad» no es un argumento contra la diversidad, se construye como un argumento utilitarista contra los movimientos sociales que hacen bandera de la diversidad. Al preocuparse por un «bien mayor», o al priorizar una estrategia de lucha más efectiva, se simplifica radicalmente el debate. El problema no es que las políticas de la identidad no puedan ser perniciosas: el problema es que rechazarlas de base por ser una forma de falsa consciencia pueda llegar a entorpecer el debate sobre la relación entre —por ejemplo— feminismo y mercado.
Es cierto: La trampa de la diversidad propone una idea intuitiva, que señala una problemática evidente y lo vertebra a través de una fórmula pegadiza. Pero precisamente por ello también contribuye a polarizar el debate en una oposición maniquea que sólo puede justificarse desde una posición estratégica: que el libro sirva como panfleto político para intervenir en la agenda social. Por ello, si lo que está en discusión es la pregunta sobre qué nos interesa iluminar y qué no en el debate político, estamos obligados a preguntarnos por «la trampa» de esta intervención, así como por las sombras que deja este cambio de focos.