Juan Fernández. El Periódico.-Dos personas discuten en plena calle de forma acalorada. Con el paso de los minutos, la conversación va subiendo de tono. Las discrepancias dan paso a las muestras de desprecio, el desprecio a los insultos, los insultos a las amenazas. Se gritan cara a cara, cada vez más fuerte, con rabia, pero todavía no se tocan. Todavía.
Esta escena imaginaria valdría para describir la evolución que han experimentado los discursos del odio en los últimos años en nuestro país y el punto en el que nos encontramos actualmente a la luz de la experiencia de los profesionales habituados a tratar con las víctimas y a hacer seguimiento de los casos que se denuncian: coinciden en que trasegamos mucho odio, más que nunca, en las redes sociales y en la calle, a gritos y en pintadas, en público y en ámbitos privados, pero todavía no nos tocamos la cara, o al menos no con consecuencias mortales. Todavía.
Paradójicamente, esta creciente preocupación convive con la sensación, también en claro aumento entre sectores cada vez más amplios de la población, de haber elevado el nivel de suspicacia en la sociedad hasta el punto de confundir la crítica con el ataque y la chanza con la humillación.
De pronto, chistes políticamente incorrectos que en tiempos no muy lejanos causaban risa o indiferencia hoy generan airadas reacciones de indignación, y canciones cáusticas y provocadoras que ayer cantábamos sin mayor intención, hoy son consideradas incitaciones a la comisión de delitos. El odio no solo nos intoxica y nos amenaza, también parece haber irrumpido de forma masiva en nuestras vidas para confundirnos.
Naturalizar la intolerancia
Lo que nadie pone en duda es que hoy respiramos unos niveles de intolerancia y crispación que hace apenas unas décadas nos habrían parecido una pesadilla. Las redes sociales, que llegaron con la promesa de aproximarnos, se han convertido en el festival del reproche y la descalificación. La pluralidad, que nos vendieron como una riqueza, también es motivo de desconfianza hacia el extraño. La política, que debería buscar la convivencia, se ha convertido en un torneo continuo de supremacías y afrentas mutuas.
A fuerza de convivir con el odio, nos hemos ido acostumbrando a su presencia sin tomar conciencia de su peligro. Verano del 2018, fiestas del Raval de Barcelona: un joven gay es apaleado en plena calle al grito de «¡maricón!» con la misma saña que habían empleado una semana antes los que le abrieron la cabeza a la víctima número 141 del año de agresiones homófobas de la comunidad de Madrid en el barrio de Malasaña.
Según un informe de la Federación Estatal de Lesbianas, Gais, Transexuales y Bisexuales presentado esta semana, en 2017 se produjeron 623 ataques de este tipo en toda España.
Mediados de noviembre: una concentración antifascista intenta reventar un acto de Vox en Murcia coreando lemas como «¡Ortega Lara, de vuelta al zulo!» y «¡Sin piernas y sin brazos, fascistas a pedazos!» cuando aún resonaban las amenazas de muerte que grupos de ultraderecha habían lanzado una semana antes contra Dani Mateo a las puertas del teatro de Valencia donde el cómico actuó.
Esvásticas en Òmnium
El lunes pasado, las oficinas centrales de Òmnium Cultural en Barcelona aparecieron llenas de esvásticas rojas. El pasado fin de semana, los familiares de unos niños que jugaban un partido de fútbol en el pueblo murciano de Beniaján se enzarzaron en una violenta pelea similar a la que protagonizó en abril otro grupo de madres en un parque de bolas de Huelva en presencia de sus hijos.
Seguir el rastro del odio es una aspiración abocada al fracaso: son tantos los casos y tan variadas sus expresiones que resulta imposible tasar el fenómeno. El Ministerio del Interior, que aún no ha publicado las cifras del 2017, reveló en su informe del año pasado que a lo largo del 2016 se habían producido 1.272 incidentes por delito del odio, pero los agentes sociales y judiciales habituados a tratar con las víctimas desconfían de ese dato.
«El odio está infradenunciado porque muchos de quienes lo padecen renuncian a denunciar», alerta la letrada Charo Alises. Sabe de lo que habla: coordina el servicio de atención jurídica gratuita a las víctimas de delitos del odio del Colegio de Abogados de Málaga y conoce la doble humillación que a menudo acompaña a las palizas. «Gays que no denuncian para no hacer pública su condición sexual, inmigrantes que temen ser expulsados del país, víctimas anónimas que se frenan por miedo a las represalias… Solo uno de cada diez delitos del odio llega a la comisaría o al juzgado», estima la abogada.
Desde el 2015, el Código Penal castiga, a través del artículo 510, a quienes inciten al odio guiados por motivaciones racistas, ideológicas, religiosas, de género o de orientación sexual. Ese año, la Fiscalía abrió 84 diligencias relacionadas con este delito. Dos años más tarde, la cifra había crecido un 300%: en el 2017 se abrieron 247 expedientes judiciales por delitos del odio en España.
Esteban Ibarra no necesita mirar esos números para describir el panorama actual como de «clima de intolerancia previo a una generalización de comportamientos del odio». Lleva 25 años atendiendo a víctimas de agresiones xenófobas, racistas y homófobas a través de la asociación Movimiento contra la Intolerancia, que creó en 1992 al calor del asesinato racista de la inmigrante dominicana Lucrecia Pérez, cuando el odio llevaba la cabeza rapada o se escondía en los fondos de los estadios de fútbol, y está convencido de que hoy nos enfrentamos a una amenaza mayor. «Las redes sociales lo han cambiado todo. Han creado fronteras identitarias que muchos viven de manera excluyente. Las redes son una guerra de todos contra todos», advierte.
El diagnóstico valdría para cualquier país de nuestro entorno, pero en el caso español, este experto en intolerancia identifica una causa añadida de crispación: «Catalunya. Las disputas con el independentismo son hoy la mayor fuente de mensajes del odio que circulan por la red», asegura. Nunca hubo tantas expresiones públicas de nacionalismo excluyente como las que se han lanzado en el último año, ni la polarización ideológica había alcanzado en el pasado reciente cotas tan extremas. Tampoco antes habíamos convivido con el odio con semejante cotidianidad. Con indolencia, casi como si se tratara de algo pintoresco, se ha llegado a comparti el vídeo de Willy Toledo siendo increpado en la calle por un grupo de jóvenes de extrema, o el del pasajero que logró expulsar de un vuelo de Ryanair a una viajera de raza negra entre gritos racistas. “El mayor peligro es que, a fuerza de verla a diario, acabemos normalizando tanta agresividad”, advierte Ibarra.
«Los políticos tienen mucha culpa de lo que pasa, porque se dedican a potenciar el discurso emocional. Esto refuerza el vínculo visceral de los grupos, pero acerca el peligro de un enfrentamiento», avisa el sociólogo Rafael González Fernández, coautor del libro Violencia colectiva. Estrategias políticas del odio’. Una mirada fuera de nuestras fronteras avala este diagnóstico: la policía británica está alarmada ante el crecimiento que han experimentado los delitos del odio en Reino Unido tras el triunfo del ‘brexit’, y en Estados Unidos, según cálculos del FBI, la llegada a la Casa Blanca de Donald Trump ha hecho crecer un 17% los ataques racistas, antisemitas y homófobos.
«Estamos en la fase primera de la expresión del odio, pero si no promovemos los valores que nos unen y paramos la dinámica del odio, la violencia verbal puede hacerse física y poner en marcha la espiral de la venganza», pronostica el sociólogo.
Si bien la mayor pesadilla está identificada –que la crispación acabe causando muertos–, las estrategias para prevenirla no parecen ser tan coincidentes. «El discurso del odio precede al delito, cualquiera puede convertirse en un monstruo si normaliza la intolerancia», no se cansa de repetir Esteban Ibarra con ejemplos como el atentado antisemita de Pittsburgh (EEUU) en la mano: un vistazo a la actividad del terrorista en las redes sociales sacó a la luz que se trataba de un feroz consumidor y creador de mensajes violentos y racistas.
El reto de usar la justicia para combatir los discursos del odio radica en cómo identificar los límites de lo correcto sin violar el derecho a la libertad de expresión. «El artículo 510 es tan confuso que una lectura estricta permitiría a un juez encausarme por tener una cinta de chistes de Arévalo o un disco de rock radical de los 80″, denuncia el abogado Jaime Montero.
Y no habla en broma: en el 2016 le tocó defender a los titiriteros que fueron acusados de promover el odio por incluir en una función infantil un cartel que rezaba: «Gora Alka-ETA». «Por este camino solo conseguiremos construir una democracia militante y acabaremos con la disidencia y el debate de ideas. La homofobia se combate con educación, no prohibiendo su expresión», proclama el letrado.
La misma ley que sirvió para condenar a ocho meses de prisión al tuitero @Carkiskonami por decir en la red social, tras el accidente de Germanwings: «Poca mierda veo en Twitter para haberse estrellado un avión lleno de catalanes», o para enviar dos años a la cárcel al usuario @Beren12h por tuitear: «53 asesinadas por violencia de género machista en lo que va de año, pocas me parecen con la de putas que hay sueltas», también ha servido para actuar judicialmente contra Dani Mateo o condenar al rapero Valtònyc a tres años y medio de prisión por las letras de sus canciones. ¿Dónde está el límite?
Los responsables de aplicar la ley reconocen sus dudas. La propia fiscala general del Estado, María José Segarra, pedía esta semana a jueces y fiscales «una interpretación proporcional, disuasoria y garantista» de los delitos del odio. «No se trata de limitar, sino de delimitar. La ley no castiga odiar, sino incitar a la violencia o poner en riesgo a ciertos colectivos mediante amenazas, y ese límite no está claro», señala Alfonso Aya Onsalo, fiscal delegado para los delitos del odio y discriminación.
En su opinión, el ordenamiento jurídico español necesita una herramienta legal que permita actuar por la vía administrativa, y no solo por la penal, contra los casos del odio menos graves. «A veces, una multa o una condena a prestar servicios a la comunidad puede ser más eficaz que la cárcel», propone el fiscal.
El ‘caso Dani Mateo’ entraña la doble trampa del delito de odio: el juez ha admitido a trámite la denuncia de un sindicato policial, que le acusa de incitar al odio por sonarse con la bandera española en un ‘sketch’, pero los que le amenazan de muerte en las redes y en la puerta de los teatros andan sueltos. La situación le suena bastante a Edu Galán, del colectivo de humoristas de Mongolia, quien también sabe lo que es sufrir la intolerancia de los que ven odio en sus creaciones cómicas. Finalmente, tras una reunión con la policía, el centro cultural Rambleta de València levantó el viernes por la tarde la suspensión del ‘show’ que tenían previsto ofrecer este fin de semana y que había sido cancelado horas antes porque, según había anunciado el teatro, no se podía garantizar su seguridad ante la concentración de protesta que había convocado contra ellos el grupo de ultraderecha Europa 2000 a la puerta del teatro con el lema: “¿Escrache a Dani Mateo y no a estos cerdos traidores que se cagan en ti?».
“Es inimaginable en una sociedad democrática que las amenazas de un pequeño grupo violento e intolerante fuercen la suspensión de actividades culturales”, había declarado el viernes por la mañana el colectivo de humoristas en un duro comunicado, tras el anuncio de cancelación. En opinión de Galán, el debate ‘discurso del odio frente a libertad de expresión’ tiene un límite claro: la agresión física. “Mientras no haya violencia, que cada cual diga lo que quiera en las redes o en la calle. No hay nada mejor para detectar a un gilipollas que dejarle hablar. Si lo censuras es peor, porque lo conviertes en un mito”, advierte.