HEATHER MORRIS. EL MUNDO.- Campo de concentración de Auschwitz / Birkenau, junio de 1942. Lale es arrojado inconsciente a una carreta llena de cadáveres. Lleva en Birkenau unas pocas semanas y, como gran parte de sus compañeros, ha contraído el tifus (fiebre tifoidea). Un intrépido joven de su barracón, consciente de que aún no ha muerto, trata de rescatarlo y un desconocido que pasa en ese momento por su lado lo ayuda.
Le encuentran acomodo en una de las literas superiores, al fondo del barracón. Por las noches se hace cargo de él la persona con la que comparte la cama y durante el día, el desconocido. Cuando se recupera un poco, éste lo ayuda a salir para que le dé un poco el sol y se presenta: «Me llamo Pepan, soy el tatuador». Él es quien se encarga de dibujar el número 32407 que Lale llevará estampado en su brazo izquierdo de por vida.
Pepan se da cuenta de que Lale está demasiado débil para volver a su anterior trabajo en la construcción de los barracones para los cientos de prisioneros que llegarán a ese infierno en vida, y le propone que sea su ayudante. Lale acepta.
En julio de 1942, cientos de niñas eslovacas, en su mayor parte judías, son trasladadas a Birkenau desde Auschwitz. Habían sido tatuadas varios meses antes, pero a algunas de ellas se les estaban empezando a borrar los números. Le piden a Lale que vaya al campo femenino para redibujárselos.
En un principio se niega: ¿cómo puede atreverse él a mancillar los cuerpos de esas muchachas? Pero, cuando le advierten de que habrá mucha gente dispuesta a hacerlo en su lugar y se ve obligado a elegir entre tatuar a las niñas o unirse a las multitudes que desfilan hacia las cámaras de gas, lleno de una profunda pena, Lale acepta la tarea que le han encomendado. Con la cabeza gacha, va cogiendo los brazos que le ofrecen las muchachas y se pone a repasar los números desvaído.
Ahora le toca el turno a ella: una chica de 18 años, cubierta de harapos y con la cabeza rapada. A través del brazo que tiene entre sus manos, puede notar cómo tiembla de miedo. Oye cómo empieza a hablar. Le pellizca el brazo, levanta los ojos y le hace un gesto con los labios para que se calle. Ella le devuelve la mirada y en ese mismo instante comprende que no volverá a amar a ninguna otra persona. Acaba de caer enamorado de la reclusa número 34902. Algún tiempo después descubrirá que se llama Gita.
Un día, a las pocas semanas, Lale acude al trabajo y no encuentra a Pepan. Pregunta por él al comandante encargado de seleccionar a los prisioneros que son aptos para trabajar y a los que son conducidos de forma inmediata a la muerte. Le contesta que no es asunto suyo y que, desde ese momento, él es el tatuador.
Tatuando a niños
Le asignaron un oficial de las SS llamado Baretski para que lo vigilara y lo trasladaron desde el barracón en el que vivía a una habitación en la parte del campo todavía en construcción que posteriormente estaría reservada a los miembros del pueblo gitano (romaní). Para hacer su trabajo, Lale tiene que desplazarse todos los días hasta cualquier lugar al que lleguen los convoyes cargados de hombres, mujeres y niños, en su mayor parte judíos, desde los pueblos y ciudades europeos que acaban de ser conquistados. Unos días es Auschwitz y otros el campo número dos, conocido como Birkenau. Entre uno y otro hay cuatro kilómetros de distancia.
Lale casi nunca miraba a los ojos ni a la cara a los hombres y mujeres que tatuabao, como él prefería decir, numeraba. Se limitaba a coger el papel donde figuraba el número que se les había asignado -que se les había asignado para que sustituyera a su nombre, para deshumanizarlos-, marcaba los dígitos en su piel con unas agujas pegadas a unos bloques de madera, y a continuación se ayudaba de un trapo para impregnar la tinta de color verde en el brazo ensangrentado. Luego le pasaban otro papel y se repetía el mismo proceso.
Muchas veces le confían a los recién llegados para que les enseñe a tatuar y colaboren con él a lo largo de la jornada. Consigue retener a un tal León como ayudante fijo durante un tiempo, pero el doctor Mengele termina llevándoselo para experimentar con él.
El puesto de tatuador que ocupa Lale depende directamente de la sección política de las SS. Lale no tarda en darse cuenta de que se le dispensa un trato preferencial y de que se le considera un prisionero privilegiado. Le dan raciones de comida más abundantes, que él comparte de forma inmediata con los compañeros de su antiguo barracón, y ropa de abrigo para el invierno. Es importante que los prisioneros que van llegando al campo sean tatuados de forma rápida y eficiente.
La ventaja más significativa de ser un prisionero privilegiado es la libertad de movimiento de la que ahora disfruta Lale. Puede estar en cualquier parte del campo sin miedo a que los oficiales de las SS lo amenacen o lo interroguen. Gracias a esa libertad, Lale logra entablar amistad con las chicas que trabajan en la zona conocida como «Canadá»: las instalaciones donde se almacenan las pertenencias de los recién llegados para su posterior selección.
Los objetos de valor que los prisioneros traen consigo suelen aparecer escondidos entre la ropa y los juguetes. Joyas, piedras preciosas, dinero… Con gran valentía, las muchachas empiezan a sacar de forma clandestina algunos de esos objetos y, cuando Lale pasa a su lado con la bolsa de trabajo abierta, dejan caer en su interior las piedras preciosas y el dinero.
Desde el principio, a Lale le desconcierta la presencia de un grupo de hombres que llega todos los días a Birkenau para trabajar en la construcción de lo que con el tiempo se convertirá en las cámaras de gas y los hornos crematorios. Según pudo saber, todos ellos vivían en las aldeas cercanas. Eran polacos que necesitaban dar de comer a sus familias.
Traba amistad con uno de ellos y su hijo, y no tarda en establecer un floreciente mercado negro con la comida y las medicinas que les compra. A cambio de un diamante de dos quilates, puede obtener una rebanada de pan y quizá también unas cuantas salchichas y algo de chocolate. Lale desliza las gemas y/o el dinero en las manos de Victor o Yuri y ellos, a su vez, dejan caer la comida que ha comprado en su bolsa. Después, en la intimidad de su habitación, la divide en porciones para poder distribuirla tanto en el campo masculino como en el femenino.
Lale esperó muchas veces junto a Mengele mientras éste elegía a sus víctimas, muchachas y jóvenes sanos, para sus experimentos. Tuvo ocasión de entrar en el «hospital» de Auschwitz y de contemplar las atrocidades que se cometían allí en nombre de la ciencia médica. Y tembló de terror cada una de las muchas veces en las que Mengele se volvió hacia él para decirle: «Algún día te tocará a ti, tatuador».
Al cabo de un tiempo, empiezan a llegar familias romaníes a la zona del campo en la que se encuentra Lale y éste no tarda en hacerse amigo de los hombres, las mujeres y los niños con los que convive. Comparte su comida con un grupo nuevo y reserva las porciones más abundantes para los pequeños. Trata de conocer la cultura de un pueblo con el que no había tenido ningún tipo de relación antes y descubre que, sea cual sea la raza, cultura o religión que uno tenga, cuando nos dan una paliza o nos pegan un tiro, nuestra sangre es igual de roja. Está presente la noche en que se llevan a los 4.500 romaníes del campo. Al día siguiente, cae sobre él una lluvia de cenizas.
Descubierto y castigado
Lale estaba a cargo del mercado negro, conseguía comida y medicinas siempre que le era posible para que sus compañeros pudieran salir adelante y los ayudaba a escapar dibujando serpientes o flores con los números que llevaban tatuados: asumir riesgos se había convertido en su modo de vida. Al final acabaron descubriéndolo y lo trasladaron a la unidad penal de Auschwitz, donde fue sometido a todo tipo de palizas e interrogatorios hasta que, después de seis semanas, lo dejaron volver a Birkenau.
Se pasó dos años tratando de conocer a Gita, que apenas le contaba nada de sí misma ni de sus orígenes y se negó incluso a revelarle su apellido. Se las apañaron para pasar algo de tiempo juntos. Él le confesó que la amaba y que quería vivir con ella. Gita no era tan optimista como él con respecto a la posibilidad de que salieran de aquel campo de exterminio con vida.
A finales de enero de 1945, Gita y todas las mujeres del campo fueron evacuadas y obligadas a emprender una marcha de la muerte. Lale la vio partir. El 27 de enero de ese mismo año, pocas horas antes de que llegara el Ejército Rojo y liberase Auschwitz, Lale es introducido otra vez en un vagón para ganado y conducido a otro campo de concentración. Consiguió escapar a los pocos meses y volvió a Eslovaquia.
Incapaz de aceptar que Gita no hubiera sobrevivido a la marcha de la muerte, Lale se propuso buscarla por toda Bratislava, la capital de Eslovaquia y el lugar al que estaban empezando a regresar los prisioneros de esa nacionalidad. Un día, mientras se dirigía en su pequeña carreta tirada por un caballo viejo y cansado a las oficinas de la Cruz Roja para inscribirse, Gita pasó a su lado con un grupo de amigos.
Aunque era él quien la estaba buscando, fue ella la que acabó encontrándolo. Al verlo, Gita dio un paso al frente para colocarse delante del caballo. Lale se arrodilló y le pidió que se casara con él. Ella aceptó. La boda se celebró pocos meses después y a ella pudo asistir la hermana de Lale, la única superviviente de su familia.
Lale y Gita se establecieron en Bratislava. Cuando Eslovaquia cayó bajo dominio soviético, empezaron a llegar funcionarios rusos con sus familias. Lale se sirvió de la experiencia que había adquirido en el departamento de exportaciones de un trabajo anterior y montó su propio negocio de importación de telas: seda, lino, algodón y lana que luego vendía a un próspero fabricante de ropa.
Cuando el negocio se expandió, Lale buscó un socio y pudo llevar una existencia relativamente desahogada junto a Gita. En privado, los dos se involucraron activamente en la recaudación de fondos para la creación del Estado de Israel e hicieron también algunas donaciones.
Cuando el matrimonio de su socio fracasó, la mujer de este denunció a Lale por evasión de capitales. Fue detenido, procesado, condenado y encarcelado. Las autoridades se incautaron de su negocio, de sus cuentas bancarias y del apartamento en el que vivía con Gita, que se vio obligada a alojarse en casa de unos amigos. Con el poco dinero que no tenían depositado en el banco, Gita sobornó a un juez para que concediera a Lale un permiso de una semana.Aprovecharon esa oportunidad para huir a Viena escondidos en el compartimento secreto de un camión que transportaba frutas y verduras de Eslovaquia a Austria.
Después de Viena recalaron unos cuantos meses en París. Como no encontraban trabajo, decidieron viajar a Australia. Llegaron a Sídney en 1949 y se trasladaron inmediatamente a Melbourne para establecerse allí de forma definitiva. Lale volvió a montar otro negocio de importación de telas. En 1962 tuvieron un hijo.
Lale no salió jamás de Australia. Gita volvió a Eslovaquia en dos ocasiones para visitar a sus dos hermanos, únicos supervivientes de su familia. Las fotos que se hicieron a lo largo de seis décadas delatan el profundo amor que se profesaron. En muchas de ellas puede verse a Lale mirando a Gita con adoración. Parece incapaz de apartar los ojos de ella.
Gita murió en 2003. Tras su muerte, Lale sintió la necesidad de buscar a alguien para confiarle su historia. Yo fui esa persona. Durante los tres años que transcurrieron hasta su propia muerte el 31 de octubre de 2006, Lale me abrió su corazón y compartió conmigo la historia de su vida con Gita. Quería que el mundo entero conociese a la muchacha de la que se enamoró en un campo de exterminio y supiese cómo de feliz lo había hecho correspondiendo a su amor.
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