Esclavos del Sáhara

| 25 marzo, 2018

Decenas de migrantes vendidos como esclavos en Libia dan fe de su infierno y de un cambio de tendencia: son ya más los que regresan que los que parten hacia Europa

XAVIER ALDEKA. LA VANGUARDIA.- Mubarak Abdaha corría con una sola certeza: si le atrapaban, le iban a matar. Abdaha corría de noche, sin descanso, ocultándose entre los arbustos, desconfiado y decidido a escapar de una pesadilla propia de otro siglo: seis meses como esclavo en Libia. Hace sólo diez días, Abdaha huyó de la mina de oro donde durante medio año le habían rebajado a ser un animal. Cada día a las cinco de la mañana, unos guardias libios le despertaban a latigazos para obligarle a picar piedra bajo el aplastante sol del sur del país. Sin apenas agua ni comida, a golpes. Hasta el anochecer.

Abdaha había huido medio año antes de la guerra de su país en Darfur (Sudán) con el sueño de encontrar la paz en Europa, pero tras atravesar el norte de Chad y entrar en Libia empezó su calvario. Unos milicianos armados detuvieron el coche en el que viajaba y secuestraron a todos los migrantes. Ahora Abdaha tiene una cicatriz fresca en la cabeza –un bastonazo por picar lento– y otras muchas que no se ven. “La noche que huí, no pensaba en los demás; mataban a quien intentaba escapar y exponían el cadáver en la mina para evitar más huidas, así que sólo quería sobrevivir; pero ahora sí pienso en los que están allí. Me pone triste”. Según Abdaha, en aquella mina al este de Sabha, en el sur de Libia, trabajaban –trabajan, también hoy– más de 200 esclavos sudaneses, chadianos, cameruneses y nigerianos. “Algunos llevaban dos años allí y les habían pegado tanto que habían enloquecido”.

A Abdaha, de 23 años, no le hace falta insistir en que Libia es un país fallido dominado por milicias y mafias que secuestran, extorsionan y venden como esclavos a miles de migrantes y refugiados en su camino a Europa. Le basta levantar la cabeza para confirmar sus palabras. Junto a él, apelotonados en un cobertizo en Agadez (Níger), hay medio centenar de sudaneses que acaban de huir de una suerte parecida. En los últimos meses han llegado desde Libia a la ciudad nigerina, el punto clave donde confluyen las rutas migratorias a través del Sáhara, 1.200 sudaneses en busca de refugio.

Maborok Noon-Deng-Noon, de 55 años, sabe hasta su precio. Al segundo día de llegar a Sabha, unos tipos con AK-47 le cerraron el paso en la calle y lo metieron en un garaje donde había hacinadas 70 personas. “Días después vino un hombre a hablar con los guardias, escuché cómo negociaban por un lote de ocho sudaneses por 360 dinares por cabeza”. 220 euros el esclavo.

Una docena de entrevistados para este reportaje denunciaron que civiles libios compran esclavos a las milicias para que trabajen en sus granjas, cultivos o casas sin pagarles salario, donde son maltratados y malviven en condiciones higiénicas deplorables.

El desgobierno tras la caída del régimen de Muamar Gadafi en el 2011, con cientos de milicias disputándose las sobras del país, ha convertido Libia en el paraíso de los traficantes de personas. Aunque antes hubo otras rutas migratorias muy transitadas por Mauritania y Marruecos, el mayor control de las vías del oeste africano, unido a la ausencia de ley en Libia, han convertido la ruta central, vía Níger y Libia hasta Italia, en el itinerario principal hacia Europa. Desde el año 2014, 500.000 personas han llegado a costas italianas por este camino, el que más muertes provoca en África. El mercadeo de esclavos suma peligro a una ruta central que ya cuenta con las trampas mortales del Sáhara y el Mediterráneo: alrededor de 15.000 personas han muerto en el mar en cuatro años.

El horror libio y el mayor control policial promovido por la Unión Europea y varios países africanos en el Acuerdo de La Valeta (Malta) en el 2015 han provocado un cambio de tendencia: desde finales del año pasado, la cifra oficial de migrantes que regresan a Níger desde Libia y Argelia es mayor que la de quienes parten de Níger hacia Europa. Según la Organización Internacional para la Migración de la ONU (OIM), en enero de este año 4.151 migrantes regresaron, por 3.085 que partieron hacia el norte.

Para el chadiano Lincoln Gaingar, responsable del centro de tránsito de la OIM en Agadez, hay tres factores que explican el cambio. En primer lugar, el miedo. “Las cifras son reflejo del caos y la inseguridad en Libia. Allí los migrantes son diamantes andantes; los secuestran, los venden o extorsionan, les roban… ¿Cómo no querer huir?”. En segundo lugar, un empujón. El año pasado la OIM inició un programa de repatriación al país de origen para quien decida regresar. En el primer trimestre del 2018, la OIM ha retornado a su hogar a 3.000 migrantes, aunque de forma discutiblemente voluntaria: las cifras incluyen a los expulsados por las autoridades argelinas o quienes, tras meses en centros de detención libios, se acogen al plan de la OIM para acabar con los maltratos.

Por último, dice Gaingar, las cifras se explican por los fantasmas. La prohibición del transporte de migrantes –hasta hace poco salían libremente de Agadez convoyes de hasta cien 4×4 atiborrados de migrantes– y la consiguiente detención de 282 conductores o traficantes y la confiscación de 169 todoterrenos ha generado la aparición de nuevas rutas clandestinas más largas –desde Zinder, en el sur nigerino–, más caras y más peligrosas. Más desierto y más rodeos significan también más muertos y más migrantes “fantasma”. Gaingar admite que las estadísticas no registran a esos migrantes indetectables pero aun así cree que las cifras de la OIM reflejan la realidad: “Ahora regresan más de los que se van, estoy convencido”.

El maliense Somaila Maiga, de 23 años, es uno de esos retornados. Habla en voz baja, con un gorro de lana calado hasta las cejas, en el centro de tránsito de la OIM, donde hay 309 jóvenes que acaban de llegar de Libia y esperan ir a casa. Primer hijo de una familia numerosa de Bamako, Maiga quería ir a Europa para ayudar a su madre viuda. Su sueño era ir a Alemania y ser boxeador. Estuvo a punto de llegar. Apenas 30 minutos después de pagar 400 euros y subirse a una lancha para cruzar el mar, una barca con hombres armados les abordó y les llevó a una casa baja. Y cuando dice “la casa”, la mirada de Maiga se ensombrece.

Después de llevarse a las mujeres –“nunca más supe de ellas”–, llevaron a 58 hombres a una habitación sin luz, de techo bajo, sin lavabo y con sólo un agujero para respirar. Luego empezaron las torturas. “Nos pegaban con un látigo, con palos y patadas. Nos daban un teléfono para llamar a casa y decir que, si no enviaban 500 euros, nos matarían. Mientras hablaba con mi madre me pegaban para que llorara”. Si te negabas a llamar o el dinero no llegaba, estabas muerto. Literal. Maiga vio morir a cinco compañeros. Después de tres meses, su madre reunió el dinero –“no sé cómo lo hizo, no tiene nada”– y fue liberado.

En cuanto salió a la calle, empezó a ahorrar para volver a casa. Tras trabajar cuatro meses de albañil en Libia para nada –su jefe libio se negó a pagarle– y otros seis meses de pintor en una compañía china en Argelia, Maiga se las vio con la policía argelina. “Fui a denunciar con varios compañeros que la empresa nos debía tres meses y al día siguiente nos expulsaron”.

En la frontera, las autoridades argelinas habían reunido a más de 2.000 migrantes indocumentados. Antes de echarlos a Níger, les vaciaron los bolsillos. “Éramos muchos, llenábamos 40 buses. A mí me quitaron 600 euros y el móvil, todos mis ahorros; a otros más. Algunos se volvieron locos y la policía disparó al aire”.

Desde hace meses, las historias de esclavitud y explotación recorren todos los rincones de Agadez. También llegan a los “guetos”, casas clandestinas donde los migrantes esperan la señal del passeur o traficante para salir hacia Libia. Detrás del aeropuerto, al final de una calle de arena con casas bajas de adobe, llamamos a una puerta oxidada y la abre un chico de pelo pincho. Dentro, en una habitación sin ventanas ni muebles, hay una docena de jóvenes de Senegal, Gambia, Togo, Camerún, Costa de Marfil y Guinea tumbados en esterillas. Ninguno duda de ir a Libia. El marfileño Binaté Bemssi, de 17 años, se incorpora al preguntar si conoce los peligros. “¡No me creo nada! ¿Esclavitud y secuestros? A algunos les pasa, pero otros lo consiguen. La OIM y los políticos exageran para dar miedo y ganar dinero”. Los demás asienten. Lo quieren intentar. Lo van a intentar.

Al rato Bemssi se calma, se sienta en un bidón de agua amarillo y se pierde en sus pensamientos. Justo detrás de él, en la pared sucia alguien ha escrito una frase con un trozo de carbón: “Europe ou rien”. Europa o nada.

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