Entre 15.000 y 25.000 personas fueron asesinadas en el país en 1937. Tantos años después las secuelas de ese odio racial perdura en diferentes ámbitos, incluso en la política
ELISSA L. LISTER. EL PAÍS.- Las raíces de la discriminación racial en República Dominicana son profundas. Ellas pueden reconocerse en diversas formas de genocidio, desde los asesinatos en masa a las estrategias de aniquilación civil promovidas por una legislación racista que niega el derecho a la ciudadanía a miles de dominicanos y dominicanas. Una nación donde las élites han promovido el odio hacia los haitianos y hacia todos aquellos que parecen serlo; en definitiva: hacia los dominicanos y dominicanas más pobres. El antihaitianismo se ha constituido así en una brutal forma de racismo de Estado. La presente nota incluye una declaración de CLACSO contra las políticas de odio y discriminación en esta isla que para muchos no es otra cosa que un paraíso turístico en el corazón del Caribe.
En 1937, República Dominicana fue escenario de un brutal genocidio.
Entre 15.000 y 25.000 personas, en su mayoría de origen haitiano, dominicano y domínico-haitianos, fueron asesinadas. Los hechos ocurrieron durante la dictadura de Rafael Leonidas Trujillo (1930-1961). El proceso de exterminio se prolongó por varios meses, y se desplegó especialmente por las provincias fronterizas. También se cometieron múltiples asesinatos en núcleos urbanos y zonas rurales del centro y del Norte del país, como Puerto Plata y Santiago, entre otros. Se emplearon machetes y armas blancas para simular enfrentamientos entre campesinos. El acontecimiento se justificó instaurando un discurso nacionalista que abogaba por la defensa de la patria y su soberanía ante una supuesta “invasión pacífica” extranjera, que corrompía en sus principios, valores y racialidad, la supuesta “dominicanidad”. Se encubrió así un proceso de colonización interna, con todas sus implicaciones.
Sobre esto último resulta necesario evidenciar que la construcción y usos políticos en torno al genocidio sirvieron para acompañar un sistema económico que, desde las primeras décadas del siglo XX, con el auge de la industria azucarera de capital estadounidense, basó su rentabilidad en la mano de obra haitiana que laboraba en condiciones similares a las de la esclavitud. No hubo víctimas dentro de los miles de cortadores de caña haitianos que vivían recluidos en los campos de los ingenios. En cambio, perecieron pequeños propietarios, campesinos, trabajadores y jornaleros que formaban parte de un modelo económico y de sociedad que los sectores dominantes del país estaban dispuestos a exterminar.
Se han cumplido 80 años de este vergonzoso episodio de la historia insular, sin que se produjera una manifestación, proclama, mención o acto de repudio desde instancias oficiales dominicanas. Esta ha sido la constante durante ocho décadas. Correspondió a ciertas organizaciones sociales, no gubernamentales, entidades culturales y educativas alternativas efectuar los actos de memoria en torno a los hechos. Históricamente, las iniciativas que propenden por el reconocimiento de lo ocurrido en 1937, su inclusión en los relatos del pasado y la reconciliación desde el reclamo de verdad y justicia, es decir, el derecho de memoria, son criticadas y hostilizadas. Esta no fue la excepción.
República Dominicana se distancia así del contexto latinoamericano, en el que ciertos países asumieron el “deber de memoria” desde lo estatal como parte de los procesos de reconstitución democrática luego de dictaduras, guerras civiles, conflictos y otros genocidios. Sirven como ejemplos Chile, Argentina, Guatemala y, más recientemente, Colombia. Esto resulta impensable en el contexto vigente en el país caribeño, donde el partido que impera desde 1996 (salvo por el paréntesis de 2000 a 2004) llegó al poder y se ha sostenido al pactar, primero, con Joaquín Balaguer, uno de los artífices de la ideología nacionalista antihaitiana durante la dictadura (gobernó de 1966 a 1996, con la excepción del periodo de 1978 a 1986); y, luego, con Vinicio Castillo, funcionario del régimen trujillista y representante, junto con sus herederos políticos, de la actual ultraderecha fascista.
El racismo y el antihaitianismo se constituyeron a partir del inicio del siglo XX en uno de los recursos discursivos e ideológicos más eficaces para la perpetuación de los grupos hegemónicos, fueran estos los tradicionales o los conformados dentro del régimen actual de partido único. Los postulados ideológicos que legitimaron el genocidio de 1937 se reactualizan constantemente y permanecen vigentes hoy en las prácticas sociales, en los imaginarios y en los discursos de diversos sectores de la población dominicana, ya no solo de las élites. A dichas prácticas se suman un conjunto de leyes, normas ministeriales, sentencias judiciales, decretos administrativos, la constitución misma y órdenes no escritas en las que se materializan diferentes formas del racismo desde instancias del Estado.
Como consecuencia se ha generado una normalización y naturalización del antihaitianismo, de la discriminación y de las múltiples violencias hacia los dominicanos de ascendencia haitiana, hacia los inmigrantes del vecino país, pero también hacia dominicanos cuyo fenotipo entra en la categoría de lo que el prejuicio racial ubica como el “otro” no-dominicano. Es así como se patentiza cotidianamente la violencia física, verbal, psicológica y simbólica, que muchas veces no adquiere la categoría de hecho noticioso y queda a la sombra del silencio y la impunidad generalizada en el país.
Un caso emblemático de manifestación de estas agresiones tuvo lugar en el pequeño poblado de Hatillo Palma, en 2005, en el que se inició una persecución de trabajadores haitianos a los que se les atribuían crímenes no comprobados. La comunidad dominicana del poblado impartió justicia por cuenta propia, asesinando a machetazos a varios inmigrantes. La ola de violencia se extendió a otros lugares y tuvo por resultado más de una decena de haitianos muertos, otro tanto de heridos, viviendas y pertenencias destruidas y cientos de inmigrantes desplazados.
En agosto de 2015, diez años después, se repitieron hechos similares, aunque en menor escala. El alcalde del poblado promovió a través de sus discursos y acciones varios de los actos violentos contra los trabajadores migrantes. Un caso diferente, pero en el que subyace la misma ideología, lo constituye el homicidio del ciudadano haitiano Claude Jean Harri, en febrero de ese año. Su cuerpo apareció colgado de un árbol de un céntrico parque de la ciudad de Santiago, la segunda en importancia en el país.
En estos casos, se recurre a procedimientos discursivos en torno a las víctimas, similares a los empleados luego del genocidio de 1937: se construye un antecedente histórico que falsea los hechos y valida la carencia de valores morales y éticos en las víctimas (“está en su naturaleza”, “siempre han sido así”); se los deshumaniza al cosificarlos y negarles todo derecho, asumiéndolos como “el enemigo” (“hay que acabar con ellos”, “nos van a destruir”); se criminalizan (“realizaban actividades ilícitas”, “son inmigrantes ilegales”), y, por último, se naturalizan las acciones y la violencia de los victimarios (“fue en defensa propia”, “hay que defender a la patria”), justificando la impunidad y la continuidad de la violación de derechos.
Es en este contexto, el Tribunal Constitucional dominicano promulgó en septiembre de 2013 la Sentencia 168-13, que privó de la nacionalidad a cerca de 210.000 dominicanos de ascendencia haitiana (133.000 según estimaciones más conservadoras). La disposición contravino unos 15 artículos de la Constitución y se debía aplicar con retroactividad al 1929. Esta retroactividad otorgó un carácter hereditario a la supuesta ilegalidad de los inmigrantes haitianos de vieja data, “condición” que le “transmiten” a sus hijos y descendientes por varias generaciones.
No es fortuito, entonces, que este “programa” gubernamental se gestionara en esta corte, en lugar del Congreso. En este último las leyes son discutidas, negociadas, pueden ser aprobadas, modificadas, rechazadas o derogadas. En cambio, los veredictos del Tribunal son “definitivos e irrevocables” y “vinculantes para los poderes públicos y todos los órganos del Estado”. De este modo, la sentencia se erige como un elemento trascendental del blindaje legal que facilita al Estado dominicano el ejercicio del racismo como política oficial.
La desnacionalización y la apatridia conllevaron la declaración de no-existencia de un conjunto de personas al que se despojó del derecho a la ciudadanía. Sin un documento de identidad, tampoco pueden inscribirse en una escuela o universidad, acceder a la seguridad social, tener un pasaporte, poseer una cuenta bancaria o firmar un contrato de trabajo. Como resultado, colocó a esta población en condiciones de mayor vulnerabilidad y exclusión de la que ya padecía y, por tanto, sujeta a mayor explotación y desigualdad. Por el gran número de afectados y las implicaciones en sus vidas, se consideró al proceso derivado de la Sentencia 168-13 como un “genocidio civil”.
La promulgación esta sentencia fue ampliamente cuestionada, produjo una gran movilización en su contra y una polarización al interior de la sociedad dominicana. Diversas entidades y organizaciones de incidencia nacional e internacional reclamaron el reconocimiento y el respeto de los derechos de los dominicanos de ascendencia haitiana, mientras se exacerbaron los sectores nacionalistas que justificaban la medida como un asunto de soberanía y lealtad nacional. El odio racista se extendió a los dominicanos solidarizados con la defensa de derechos, a los que se denominó “traidores a la patria”. Simultáneamente, se propagó la idea que las gestiones para restituir el derecho a la nacionalidad de los afectados ejercidas por organismos como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, el ACNUR, la ONU, el CARICOM y Human Rights Watch hacían parte de un “complot internacional” para hacer desaparecer el Estado dominicano.
En medio del conflicto, el gobierno respondió a las presiones internas y externas con la promulgación en 2014 de la Ley 169 (o Ley de Naturalización) y el Plan Nacional de Regularización de Extranjeros. Se trata de entelequias legales que, en lugar de dar solución al problema, ahondan las desigualdades y reafirman la política estatal de considerar extranjeros a los dominicanos provenientes de padres, abuelos o bisabuelos haitianos, aun cuando hayan nacido y crecido en territorio dominicano y los amparara la legislación del momento. Estas nuevas disposiciones lograron confundir a la sociedad y a la opinión pública al colocar en el mismo plano a los dominicanos desposeídos del derecho a la nacionalidad con la inmigración haitiana más reciente, carente de permisos legales.
Además de acallar las protestas y las movilizaciones que motivó la Sentencia, la ley de 2014 recurre en su interpretación y aplicación a procedimientos que reproducen la vulneración de derechos, en lugar de garantizarlos. Uno de estos consiste en la clasificación y jerarquización en grupos de quienes se adscribieron al procedimiento para obtener sus documentos de identidad. Otro, se verifica en la ausencia de respuesta por parte de las autoridades luego de tres años, encontrándose la mayoría de las personas con tan solo un carnet provisional y viviendo diariamente la amenaza de la deportación.
Un retroceso importante en la lucha de los derechos estriba en que, mientras la sentencia puso en evidencia el racismo estructural y estatal, motivando la organización y la lucha colectiva, la promulgación de la ley y el plan llevan al plano de lo individual, es decir, al estudio caso por caso, ya no del derecho a la nacionalidad de toda una comunidad, sino del cumplimiento de requisitos que cada persona debe efectuar para obtenerla. Adicionalmente, se propaga la falsa idea que la problemática se encuentra en vías de solución.
Finalmente, es preciso señalar que, si bien el racismo de Estado que se practica en República Dominicana va dirigido de forma más obvia contra los dominicanos de ascendencia haitiana y los inmigrantes haitianos, también lo padecen los dominicanos, aunque esto se reconozca menos. En el país la escala socioeconómica se organiza en proporción de la mayor “blancura” o “negrura” de la piel. La pobreza, la exclusión, la violencia y la injusticia social tienen una connotación racial, constituyéndose en “genocidios de baja intensidad”. Las víctimas son cientos de miles de dominicanos y dominicanas, de todas las edades, que padecen, y en muchos casos perecen, por la negligencia y corrupción del Estado para garantizar el derecho a la vida, las atenciones médicas básicas, viviendas adecuadas, el acceso al trabajo, la protección laboral y la seguridad ciudadana.
Elissa L. Lister es profesora asociada de la Facultad de Ciencias Humanas y Económicas de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín. Coordinadora del Grupo de Trabajo CLACSO Afrodescendencia, Racismo y Resistencias en el Caribe.