DAVID ALADANTE. EL PAÍS.- Que un homosexual como Milo Yiannopolous se haya convertido en un icono de la libertad de expresión por sus comentarios homófobos ha sido sólo posible en la América de Donald Trump, donde cualquiera, empezando por el presidente, se cree capaz de afirmar cualquier cosa, por falsa o injuriosa que sea, con la excusa de que no hacerlo es someterse a la dictadura de la corrección política. Nadie, por muy gay que sea, debería verse legitimado para decir cosas como las que ha dicho Yiannopolous: “Los homosexuales no nacen así. La educación hace a los gais. Todos preferiríamos tener hijos heterosexuales para darles una vida feliz. Las lesbianas no existen”.
Aun así, ahí lo tienen: ídolo de la nueva derecha alternativa; periodista de éxito; conferenciante en universidades; premiado con un avance de 250.000 dólares por su autobiografía. Todo, porque su homosexualidad le permite decir de los gais lo que muchos conservadores piensan pero no se atreven a verbalizar. El problema ha llegado cuando, como víctima de abusos sexuales en la infancia se ha permitido decir de los pederastas algo que ha escandalizado a esos mismos conservadores: “La atracción sexual hacia alguien con 13 años, que es sexualmente maduro, no es pedofilia”.
El propio Trump ha denunciado en incontables ocasiones el insoportable peso de la corrección política sobre sus hombros. Después de que 49 personas murieran en una discoteca en Orlando en un tiroteo ocurrido hace un año, el presidente proclamó: “Han colocado la corrección política por encima del sentido común, por encima de nuestra seguridad, por encima de todo. Pero yo me niego a ser políticamente correcto”. Quitándose el mencionado yugo, Trump se atrevía a denunciar que los musulmanes están invadiendo América, y cierto es que el autor de la masacre era musulmán, aunque también era estadounidense, nacido en Nueva York.
¿De dónde viene este malestar con la corrección política? En realidad de lejos. El concepto nació en la contracultura de los años 60 y se expandió en las universidades en los 90 como una forma educada, correcta y respetuosa de abordar asuntos tan variados como la raza, el género o la orientación sexual. Se apropiaron de él los movimientos feministas, ecologistas y progresistas porque consideraban que el patriarcado blanco y heterosexual había trasladado su dominio también a la cultura.
Bajo el manto de la corrección política se halla la creencia en la igualdad de los seres humanos. Gracias a esos movimientos, dejó de ser aceptable decir que las mujeres son el sexo débil, los homosexuales unos desviados y las personas de raza negra inferiores, cosas que hoy nos pueden escandalizar pero que hace sólo unas décadas no eran censuradas en público. En última instancia, a la corrección política le debemos que dos hombres o dos mujeres se puedan besar en público, que los niños transexuales puedan elegir nombre y baño o que la raza no sea elemento de discriminación.
Piensen en 2008: ¿qué mayor prueba de igualdad que la de ver, al fin, a un afroamericano en la Casa Blanca? (Las mujeres deben esperar). No tan rápido: EE UU no estaba tan preparado como muchos pensábamos para tener un presidente negro.
En los mítines del Tea Party contra la reforma sanitaria a los que asistí en Virginia en 2010 me sorprendió la proliferación de lo que hoy llamamos noticias falsas oposverdad y entonces eran meros bulos. Aquellos votantes republicanos, todos blancos y de clase media, decían que habían leído “en Internet” que en realidad Obama había nacido en Kenia o Indonesia. No era, no podía ser, americano. Dado su currículum –educado en Harvard, abogado en Chicago, senador en Washington– el único motivo para pensar semejantes cosas era su raza.
De hecho, era evidente que en el fuero interno de muchos de aquellos republicanos que ahora han votado a Trump la verdadera existencia de un presidente de raza negra sólo podía atribuirse a años de deriva nacional por la insoportable dictadura de la corrección política. Obama era el símbolo de años de empleos derivados al tercer mundo, riqueza redistribuida y fábricas y minas cerradas. Era el candidato de la globalización, de la dignidad del tercer mundo, del pacifismo y la igualdad. El líder políticamente correcto por antonomasia.
Ahí entra Trump en escena. El magnate, hasta entonces un bufón de la telerrealidad, dio pábulo a aquellas falsedades y las convirtió en su único argumento para presentarse a las primarias republicanas. La presidencia de las noticias falsas nacía ya con una mentira. Trump obligó en 2011 al presidente de la primera potencia mundial a hacer público su certificado de nacimiento para demostrar que había nacido en Hawaii. Imaginen lo mismo pero con Ronald Reagan o George W. Bush. Impensable.
Para Trump, no todos somos iguales. El presidente está convencido de que los estadounidenses son mejores, por eso su lema de “América primero”. En su mundo, él no puede ser homófobo porque tiene amigos gais; tampoco puede ser antisemita porque su yerno es judío; y desde luego no es racista porque tiene a un negro en su Gobierno. Del machismo y de aquellos comentarios de 2005 sobre coger a las mujeres de sus partes privadas, mejor ni hablarle, porque su hija es una de sus principales consejeras y, en general, suele escuchar lo que dicen las mujeres. ¿Es eso una razón de peso? Para Trump sí.
Y si el supuesto líder del mundo libre se comporta así, ¿por qué no un comentarista como Yiannopolous? ¿O un medio de comunicación como Breitbart News? ¿O el portavoz de la Casa Blanca, Sean Spicer? En mayor o menor grado, todos ellos mienten con la excusa de la supuesta dictadura de la corrección política, que tachan de control progresista del pensamiento. Y nada más lejos. Cada cual puede pensar lo que quiera, por machista, racista u homófobo que sea. Lo único que se les pide es que sepan cuándo guardarse sus pensamientos para ellos mismos.