CARLOS ELORDI. ELDIARIO.ES.- La xenofobia, disfrazada o no, y el nacionalismo extremo avanzan en los países más ricos del mundo. Esa deriva es en estos momentos la gran protagonista de la política internacional y todo indica que en el futuro previsible va a seguir creciendo. Todavía no se ha producido ninguna catástrofe, pero está ocurriendo algo casi tan malo como eso: que en el horizonte no se atisba la posibilidad de una reacción lo suficientemente fuerte como para obligar a dar marcha atrás a los Trump, Le Pen, Gert Wilders o a los instigadores más radicales del Brexit británico.
Tras las conmociones que ha provocado en sus primeros días de mandato, es muy posible que el nuevo presidente norteamericano redimensione algunas de sus iniciativas. Que rehaga su ley para prohibir la entrada en USA a las personas procedentes de siete países musulmanes, que negocie con México, que retoque alguno de los extremos de su abolición de la reforma sanitaria de Obama. Es más que probable que esas hipotéticas reconsideraciones estén previstas en sus planes. Así actúan los negociadores agresivos, y Trump tiene una larga experiencia de serlo: empiezan con aldabonazos que les colocan en una posición de ventaja para luego bajar el listón. Pero sin renunciar a sus objetivos prioritarios.
Las protestas que sus primeras medidas han generado no van a disuadir a Trump de mantener los suyos. Primero, porque tiene en sus manos mucho poder. Su tarea ahora es articularlo. Cohonestando las atribuciones de la presidencia con las de los electos del partido republicano, extendiendo ese poder a las instituciones clave: dentro de algunas horas dará un paso decisivo en esa dirección nombrando a alguien que le convenga para el puesto vacante en el Tribunal Supremo, instancia decisiva en el sistema norteamericano.
Segundo, porque quienes le votaron apoyan sus iniciativas. Todas ellas figuraban en su programa, no ha traicionado a nadie, sino todo lo contrario. Ninguna presidencia de las últimas décadas había puesto en práctica tan rápidamente lo que había prometido en su campaña. Trump representa mucho de lo peor, pero sabe gestionar lo suyo. Al menos mientras el viento le sea favorable.
Y tercero, aunque la lista podría ampliarse, porque quienes se han movilizado contra él en estos últimos días no van a poder mantener durante mucho tiempo una presión tan fuerte. Los movimientos en la calle carecen de bases organizativas –sus propios exponentes reconocen que ahora su tarea prioritaria es crearlas– y el resto de gran movilización anti-Trump es demasiado heterogénea como para descartar que componentes significativos de la misma no se vayan a ir descolgando para adaptarse a los nuevos tiempos. Las protestas demuestran que la sociedad civil norteamericana está mucho más viva de lo que se creía, pero está claro que hoy por hoy carece de la fuerza suficiente para revertir el resultado de unas elecciones que se han celebrado hace solo tres meses.
Lo más probable es que Trump salga sustancialmente incólume del actual enfrentamiento y que, con las modificaciones que considere oportunas –o que crea que los suyos van a comprar– prosiga adelante con su proyecto. Contra los musulmanes –menos los que sean sus socios o sus amigos–, contra la inmigración latinoamericana, contra las medidas para frenar el cambio climático, contra las prácticas comerciales que no convengan a lo que él entiende como intereses norteamericanos, y contra China. Quien crea que Trump es sólo un mal sueño pasajero está muy equivocado.
A la espera de ver qué impacto tiene todo eso en el actual orden internacional, que lo va a tener, cabe suponer que algo casi tan grave como eso ya se está produciendo. Hablamos del aliento que la agresividad del nuevo presidente norteamericano está dando a los muchos que en el resto del mundo comparten sus principios. La masacre que un xenófobo acaba de llevar a cabo en una mezquita de Quebec es un síntoma de eso. Pero las declaraciones a favor de Trump que han hecho ultraderechistas europeos y de otros continentes no es menos preocupante.
Trump no está solo, sino que está subido a una ola que recorre los países más ricos del mundo. Los victoriosos partidarios del Brexit británico –que se votó contra la Unión Europea, pero también contra los inmigrantes– están encantados con el apoyo que han encontrado en Washington. Dentro de siete semanas un personaje como Geert Wilder, que quiere cerrar las mezquitas, prohibir el Corán y expulsar a los demandantes de asilo, puede ganar las elecciones holandesas. No está dicho que eso le dé la presidencia el gobierno, pero sí que su partido xenófobo va a influir decisivamente en la política neerlandesa. Como prueba de ello, lo que dijo hace unos días el actual primer ministro y rival de Wilder, el conservador Mark Rutte: «Quienes se nieguen a adaptarse o rechacen nuestros valores, que se vayan».
Pero el gran momento del ultranacionalismo y de la xenofobia occidental puede llegar dentro de cuatro meses, cuando se celebre la segunda vuelta de las elecciones presidenciales francesas. Cada día que pasa crecen las posibilidades de victoria de Marine Le Pen. Porque crece el descrédito popular de la izquierda francesa –este viernes decenas de diputados socialistas partidarios del derrotado Manuel Valls han dicho que no van a apoyar al candidato vencedor, Benoît Hamon–, porque el candidato de la derecha, François Fillon está entrampado en un caso de nepotismo, uno más de los muchos episodios de corrupción que han hecho crecer las filas del Front National.
Hay que hacerse a la idea de que la ultraderecha francesa puede ganar, aun no siendo lo más probable. Para no llevarse sorpresas como la del Brexit o la de Trump. Pero sobre todo hay que reconocer que ese movimiento, con las particularidades nacionales de cada caso, tiene hoy la voz cantante en el mundo occidental. Sus ataques a una globalización que, junto al cambio tecnológico, ha machacado a grandes sectores de las clases medias y obreras de esos países, y su denuncia radical del compadreo político entre conservadores y socialdemócratas han calado en una parte muy importante de las sociedades más ricas.
La incapacidad de la izquierda –que en algunos países, como Francia, está dando sus últimas boqueadas– para atender a esa nuevas demandas, que son también las de muchos jóvenes, les ha dejado el campo libre. Guste o no, la versión moderna –y mucho más modernizada de lo que se suele creer– de la ultraderecha es, hoy por hoy, la voz más fuerte del cambio que desde que empezó la crisis se pide en Occidente. Sólo poniéndose de verdad las pilas y echando por la borda todo el lastre que haga falta se podrá apagarla.