Detergente

| 23 noviembre, 2016

MANUEL JABOIS.- La mejor frase política sobre ocultismo la pronunció Alfonso Guerra ante el enésimo arreón del PP en busca del centro político: “Llevan tantos años viajando al centro que a saber de dónde vienen”. El ocultismo, prácticas mágicas con las que dominar los secretos de los votantes, va siempre un paso por delante de los principios.

Como consecuencia de esto, Monedero (“Monedero es Podemos cuando no disimula”, según Gistau) dijo que Pablo Iglesias se había declarado “socialdemócrata” en nombre de la campaña moderada, motivo por el cual también anunció que Zapatero fue el mejor presidente de la democracia. Se decide primero la estrategia, moviéndose por el campo electoral como un zahorí que busca tierra fértil de votantes, y después se coloca uno la ideología. Ensayo-error. En los casos más románticos, como el PSOE de la abstención, se decide la estrategia, se traiciona la estrategia y nadie recuerda la ideología.

Ha tenido que aparecer Marine Le Pen para dar la lección más grosera de ocultismo en campaña electoral. Un cartel en el que no está la bandera francesa. Ni rastro del apellido Le Pen, no digamos ya el FN. Para rematarlo, iconos antinmigración como Banksy. Y rosas, muchas rosas azules; si llega a elegir corazones a más de uno le da un infarto. Se trata de presentarnos a Marine a secas, que habla “en el nombre del pueblo”, como una candidata despojada de huella que viene a regalar la estupidez del amor en lugar de la libertad, la igualdad y la fraternidad. El corresponsal de EL PAÍS Carlos Yárnoz lo resume: “Eran ultraderechistas, antisistema, populistas, pero no aspiraban a tener el poder”.

De los lugares de los que viene Marine Le Pen, incluidos los genéticos, no se sale. Porque son parte de una construcción ideológica muy delicada basada en el odio más íntimo de todos: el odio al de fuera, que es tanto como decir el odio al progreso. Lo que ocurre es que lo burdo funciona. Lo demostró Trump mostrándose como es, fabricando votantes que no sabían que lo eran. Quiere demostrarlo Le Pen en un país distinto con un viaje diferente: ofrecer una ilusión óptica según la cual no desaparezca su votante natural, cómplice del travestismo, para arraigarse en el inocente.

En las páginas más lúcidas de La agonía de Francia, Chaves Nogales describe la caída ante el nazismo recordando que el pueblo no había estado a la altura de su clase política: uno de esos momentos en los que el gobernado valía menos que el gobernante. Muchos años después, el muñón del nazismo se le presenta entre rosas azules, caracterizado como anuncio de detergente, para probar si en esta ocasión los papeles han cambiado.

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