ELVIRA LINDO. EL PAÍS.- Y al día siguiente los maestros tuvieron que ir a la escuela. En ciudades como Nueva York pudieron mostrar su preocupación, sus ojos enrojecidos. Pero fuera de esta isla, ahora más aislada que nunca, los maestros asumieron una nueva tarea, la de explicar a sus alumnos que, como decía Orwell, dejando a un lado lo que las leyes digan o lo que el que manda ordene, es responsabilidad de los ciudadanos ser justos y, si es necesario, desobedientes para seguir manteniendo, como labor ineludible de resistencia, unos niveles altos de decencia y un innegociable sentido de la justicia. También algunos maestros, uno de los gremios más voluntariosos de USA a pesar de la precariedad con la que bregan en los barrios pobres, se vieron al día siguiente ante el reto de defender a las minorías de los chulos. Eso ya había sido advertido por algunos columnistas que se lo veían venir: esas minorías que en algunos Estados son muy minoritarias vivirán con el susto metido en el cuerpo. ¿Van a esperar comprensión de un líder que se dejó apoyar por el Ku Klux Klan? ¿Qué sentirá un chico negro? Lo que va a ocurrir ya está ocurriendo: esa escena del alumno que se siente legitimado cuando le susurra a un compañero: “Negro, vete a recoger algodón”. Nigger, la palabra que convierte a un hombre en un ser inferior. Los maestros cuelgan sus impresiones en la Red. Desde Missouri, desde Míchigan, desde Pensilvania. Cuentan lo que han escuchado a algunos alumnos que han visto refrendada su superioridad racial o religiosa. Al negro se le manda a recoger algodón, a la musulmana, que regrese a su país. A los latinos se les corea en un instituto de Detroit que construyan el muro. Después de este incidente, el director del centro declara a la prensa que están trabajando con los estudiantes para que entiendan el impacto que los insultos tienen sobre los agredidos. Todos estos testimonios y sórdidas escenas están al alcance de cualquiera y deberíamos sentirnos concernidos por ellos, pero en España a veces vemos todo desde un punto de vista tan furiosamente local que parece que deseemos seguir siendo el país cerrado a cal y canto que fuimos. Nos cuesta calzar los zapatos de otros, como diría Atticus Finch. Los hay que dicen que tanto da un negro que un naranja de presidente. Al fin y al cabo, los americanos son americanos. Como si se tratara de una población extraterrestre y nosotros los cabales que habitamos el planeta. También veo que algunos medios reaccionarios hacen bromitas con el gesto de estupefacción que se nos ha quedado a «los progres». A los progres, ¡Ja! Yo diría que esa cara de pavor que a ellos les hace tanta gracia la tenemos todos aquellos que tememos esta deriva racista, misógina, xenófoba, destructora que también se respira en Europa: ¿este miedo es risible? Yo creo que el miedo es una muestra de decencia. Pero el miedo no ha de conducir a la inmovilidad.
Como dice la filósofa americana Judith Butler, más que labor partidista se acercan tiempos de ejercer resistencia. Todos aquellos que celebren la victoria de Trump han de saber que nos tendrán enfrente. Las mujeres, primero. Hago mías las palabras de Elisabeth Cady Stanton, una pionera del feminismo en el XIX: «La mejor protección que cualquier mujer puede tener es el coraje». Las maestras, estos días, deberán explicar a sus alumnas cómo es posible que lidere un país un individuo que tan asquerosamente se ha referido a las mujeres. Pero nosotros, los españoles, que nos creemos tan lejos de la amenaza americana, también debemos educar en la resistencia y el coraje. En España se suele demonizar la corrección política. Se ha convertido en algo común el que cuando alguien va a decir una grosería se excuse presumiendo de no ser políticamente correcto, como si fuera un pasaporte a cualquier aberración que salga de su boca. Cierto es que la corrección política se ha ido por derroteros ridículos y que la ficción ha de gozar del amparo de la libertad de expresión, pero en la vida real hay palabras que son como piedras que lapidan la dignidad de las personas. No, no estamos tan lejos como para entender que el insulto nada tiene que ver con la libertad. En este presente nadie puede llamarse a engaño, dirigirse a alguien con los apelativos de negro, moro, maricón o cualquiera de esas lindezas con las que nos definen a las mujeres, coloca a quien las pronuncia en el lugar del chulo, de ese chico que llamó «nigger» a su compañero de clase. Un chiste de judíos en la Alemania de los años 30 no respondía a un humor inocente, estaba cargado de un significado ideológico. Hoy, algunas palabras en USA vuelven a tener el mismo asqueroso sentido que en los 50. Tener un océano por medio no significa que estemos exentos de responsabilidad, porque los maestros, en nuestro país, también tienen que ir cada día a la escuela. Y que San Leonard Cohen vele por nosotros.