El presidente ofrece ante la Asamblea General una mayor integración ante el repliegue y la división
MARC BASSETS. EL PAÍS.- En su último discurso ante la Asamblea General de la ONU, el presidente Barack Obama defendió este martes la integración internacional como antídoto ante las fuerzas del repliegue y la división. Hablaba de su país y del resto del mundo. De los populistas a ambas orillas del Atlántico. De los políticos con pulsiones autoritarias. Obama no citó a Donald Trump, el magnate neoyorquino que aspira a sucederle. No era necesario. Su mensaje fue claro. Uno, Trump no representa las mejores tradiciones de EE UU. Y dos, el fenómeno no es exclusivamente estadounidense.
«Hoy una nación cercada por muros sólo se encarcelaría a sí misma”, dijo Obama en una de las múltiples referencias veladas a Trump y a su proyecto estrella, la construcción de un muro en la frontera entre EE UU y México.
Era la última ocasión de Obama para dirigirse al foro que, una vez al año, congrega a los líderes los miembros de la ONU. Sus palabras tenían varias lecturas. Eran una exposición de su visión de las relaciones internacionales, basada en el multilateralismo y en la defensa de la democracia liberal, aunque renunciando a su imposición por la fuerza. También una reivindicación de los beneficios de la globalización, mezclada con la defensa de que esta requiere correctivos, en forma de una reducción de las desigualdades y una mejor gobernanza.
«No podemos despreciar estas visiones», dijo Obama sobre el repliegue nacionalista y populista. «Son poderesos. Reflejan una insatisfacción entre demasiados de nuestros ciudadanos».
Finalmente, el discurso puede leerse como un discurso electoral. El 8 de noviembre EE UU elegirá al próximo presidente, y la posibilidad de que en un año sea el republicano Trump quien suba al augusto podio en la Asamblea General causa inquietud en muchas capitales. Pocas veces, en años recientes, las denuncias de un presidente de EE UU sobre los peligros que acechan a la democracia y la convivencia internacional se había aplicado con tanta exactitud a rivales del presidente tanto extranjeros como autóctonos.
Cuando Obama defendió el libre comercio y la cooperación internacional, a nadie escapó que pensaba en el proteccionismo y el nacionalismo de Trump. En el pasado, las menciones de Obama al peligro del autoritarismo y los hombres fuertes quizá se habrían interpretado como una alusión al presidente ruso Vladímir Putin. Esta vez, además de Putin, era inevitable pensar en Trump, que se recrea en la retórica autoritaria («Sólo yo puedo arreglarlo», dice sobre los problemas de EE UU) y exhibe su admiración por Putin.
Otro ejemplo. Cuando Obama denunció «el fundamentalismo religioso, la política de la etnia, la tribu o la secta, el nacionalismo agresivo, el populismo vulgar, a veces de la extrema izquierda pero, con más frecuencia, de la extrema derecha, que intenta recuperar lo que ellos creen que fue una era mejor, más simple, libre de contaminaciones», el mensaje se entendió. Porque aquí caben el Estado Islámico, la Rusia de Putin y Trump, cuyo eslogan es «hacer América grande de nuevo». Entre sus propuestas de campaña figura el veto a la entrada de musulmanes a EE UU y la expulsión de millones de inmigrantes indocumentados.
«Debemos rechazar todas las formas de fundamentalismo, o racismo o creencia en la superioridad étnica que hacen que nuestra identidades tradicionales sean irreconciliables con la modernidad», dijo Obama. «En su lugar, debemos abrazar la tolerancia que resulta del respeto de todos los seres humanos».
En su despedida, Obama exhibió su versión más internacionalista y al mismo tiempo la más estadounidense. Quiso explicar al mundo que EE UU no es Trump, o no sólo Trump, sino todo lo contrario: un país de inmigrantes y refugiados, una democracia que genéticamente rechaza a los hombres fuertes, una nación abierta al mundo con valores universales.