El alcalde de la segunda ciudad belga ejerce con éxito un populismo nacionalista
Los inmigrantes, que representan el 42% del casco urbano, son los más afectados
Un poste a orillas del río que baña Amberes exhibe aún el lema que definía la ciudad hasta hace unos meses: “Amberes es de todos”. A pocos metros de ese lugar, en la monumental sede del Ayuntamiento, el alcalde Bart de Wever derogó a principios de año esa carta de presentación y acuñó otra que pretende guiar sus políticas: “Respeto para Amberes”. Sin más. La decisión, cargada de simbolismo, fue una de las primeras que adoptó el regidor de esta ciudad, convertido hoy en el personaje más polémico de la política belga.
En nombre del nacionalismo flamenco, Bart de Wever ha adoptado en cinco meses de gobierno un puñado de medidas que colocan a la segunda ciudad de Bélgica (500.000 habitantes) en el centro de todas las dianas. Los más perjudicados por su estrategia son los inmigrantes, que representan el 42% del núcleo urbano. “Ya se nota un ambiente diferente. Antes había un clima de unidad y ahora alguna gente vuelve a tener la impresión de ser extranjera”, lamenta Omar Ba, descendiente de senegaleses y coordinador de la Plataforma Africana, que defiende los derechos de este colectivo en Flandes.
El eco de sus medidas llegó hasta las instituciones europeas cuando Bart de Wever, presidente del partido Alianza Nueva Flamenca (N-VA), pretendió cobrar una tasa extra a los extranjeros que quisieran registrarse en el municipio. Frente a los 17 euros que pagan los belgas, el alcalde fijó una cuota de 267 euros para los foráneos. La medida no llegó a entrar en vigor porque, además de las normas comunitarias, ese doble rasero transgredía la ley belga.
El alcalde ha rehusado responder las preguntas de este periódico. En su lugar, su jefe de gabinete, Joeri Dillen, afronta la polémica con aplomo: “Tenemos unas colas enormes para inscribirse y eso no está muy bien como imagen de la ciudad. En Amberes hay 219 nacionalidades, por lo que hay que traducir muchos documentos como la partida de nacimiento. El coste medio del procedimiento de un extranjero son 400 euros. La idea de la tasa era invertir ese dinero en mejorar la atención al inmigrante”, alega en una imponente sala del consistorio municipal.
Tanto De Wever como su equipo muestran una gran habilidad al desbrozar sus argumentos sin pisar el terreno minado de la xenofobia. Quienes lo conocen coinciden en que el líder nacionalista flamenco, partidario de la división de Bélgica en dos, es inteligente, carismático y, hasta que la polémica comenzó a perseguirlo, capaz de reírse de sí mismo. El hoy alcalde se dio a conocer en el concurso de televisión más popular de la televisión flamenca. Su bagaje de historiador y sus dotes de comunicación le permitieron construir un partido a su medida y convertirlo en el más votado de Bélgica. Como muestra de su tenacidad, perdió 60 kilos antes de ganar la alcaldía de Amberes, en octubre del año pasado, y escribió un libro sobre cómo lograrlo.
Ese populismo impregna muchas de sus políticas. Desde que tomó posesión, a principios de año, ha intentado crear un auténtico equipo de fútbol flamenco y ha alterado la disposición de la popular feria de la ciudad para proteger del ruido a varios vecinos quejosos. Pero la medida más contestada ha sido la prohibición para los funcionarios de mostrar en público símbolos religiosos o de orientación sexual, como el arcoíris. Los insultos le llovieron en el correo electrónico. “Desde que tomé posesión en Amberes, nada es normal. Basta que abra la boca para que todo el mundo se encienda. Es escandaloso”, se quejó De Wever.
Yasmine Kherbache, número dos de la lista socialista por Amberes y hoy también jefa de gabinete del primer ministro belga, Elio di Rupo, considera que la mayor parte de estas medidas persiguen “perfilarse ante su electorado”, que ha crecido en gran medida gracias al declive del partido de extrema derecha belga, el Vlaams Belang. “De Wever actúa más como el representante de su partido que como alcalde de la ciudad. Pero Amberes no se puede permitir dejar de lado los desafíos socioeconómicos a favor de los símbolos”, razona. Kherbache echa en falta, por ejemplo, medidas para frenar el desempleo, que afecta a uno de cada cuatro jóvenes. Y lamenta que las políticas ataquen una diversidad que se percibe en cada rincón de la ciudad, con multitud de judíos ataviados con el uniforme negro de los ultraortodoxos y mujeres marroquíes que cubren su cabeza con el velo.
El equipo de gobierno explica las críticas que despierta como un resentimiento de los socialistas por haber perdido el poder —gestionaron la ciudad casi ininterrumpidamente desde 1921— y ciñen especialmente el descontento a los llamados intelectuales. “¡Pero él también es un intelectual!”, opone Tom Lanoye, uno de los principales escritores en lengua flamenca y vecino de Amberes. Lanoye explica en su domicilio, de cuidada estética vanguardista, que De Wever se comporta “como un elefante en una cacharrería”, pero admite que es más inteligente que la mayoría. “De Wever es un cordón sanitario contra los políticos de extrema derecha porque al menos es demócrata. No me gusta, pero si es el precio que hay que pagar por reducir al mínimo a la derecha xenófoba, estoy dispuesto a pagarlo”, concluye.
Otro de esos intelectuales, Vic Meer, explica a orillas del río las razones que a su juicio han aupado a este dirigente a una ciudad tan abierta y plural como Amberes. “Flandes ha tenido históricamente un sentimiento de haber sido dominada y De Wever se aprovecha de eso. Utiliza mucha retórica, pero no adopta medidas alternativas”, afirma este psicólogo clínico, reconvertido en actor y encargado de un bar en una zona desfavorecida de la ciudad.