688.000 sueños grandes

| 2 marzo, 2018

El 60% de los refugiados rohingya que han llegado en los últimos meses a Bangladés son niños, cuenta Belén de Vicente de Unicef Comité Español desde Cox’s Bazar

BELÉN DE VICENTE. EL PAÍS.- Cox’s Bazar es sinónimo de 688.000 esperanzas. Miradas que han llegado a Bangladés casi inertes en busca de sosiego desde el más absoluto infierno. Aquí todos los niños rohingya saben qué es el fuego y qué ocurre cuando te tiran a él, muchos lo han visto. Entienden lo que significa un disparo y tienen claro que es difícil esquivarlos cuando llegan desde el aire. Saben bien que los gritos, los tiros y las llamas significan “sal corriendo”. Aunque no tengas nada, aunque estés tú solo, aunque acabes de ver cómo le cortan el cuello a tu padre, no mires atrás. Lo han aprendido a la fuerza.

Para Tasmin el infierno comenzó con los dos tiros que mataron a sus padres. Sus ojos enormes me lo cuentan todo, pero cuesta encontrar en ellos algún atisbo de expresión. Apenas sonríe, y mientras habla se agarra la falda con fuerza, como estrujando cada recuerdo. “Estaba jugando, pero lo vi todo y corrí”. Y así, corriendo, huyó de su casa y llegó aquí, donde es feliz haciendo lo que más le gusta: ir de un lado para otro de la mano de su amiga Rubina y saltar a la comba.

Estoy en Kutupalong, el asentamiento improvisado de refugiados rohingya más grande que hay ahora mismo en Cox’s Bazar, Bangladés. Desde agosto de 2017 su población prácticamente se ha triplicado, pero el espacio continúa siendo el mismo. Sus laberínticas calles son un hervidero en el que se entremezclan pequeños puestos de comestibles con minúsculas viviendas. Y contra todo pronóstico, cuando observas con detalle, descubres a los niños correteando tras una cometa de plástico o jugando divertidos en cualquier rincón.

El 60% de los refugiados rohingya que han llegado en los últimos meses a Bangladés son niños. Mohamed Yunus es uno de ellos. Tiene 11 años y llegó a Kutupalong hace cinco meses. Está sentado con otros niños jugando al ludu(similar al parchís) en uno de los 141 espacios amigos de la infancia establecidos por Unicef en este asentamiento. Cuando me presento, me mira con los ojos muy abiertos. Habla bajito y sus manos agarran con fuerza sus delgadas piernas. “No estoy bien aquí”, me dice, “echo de menos Myanmar”. Normal, pienso. Siente lo mismo que sentiríamos tú o yo si tuviéramos que dejar nuestro hogar y salir con lo puesto para salvar la vida. “Los militares golpeaban a los niños y los tiraban al fuego. Mataron a muchos de mis amigos y familia. Por eso vine aquí”. Llegó con dos de sus seis hermanos, tras caminar durante días por el bosque y cruzar el río.

La insoportable y brutal violencia que han vivido los niños y las familias rohingya que están aquí les ha borrado la expresión. Hablan de un sufrimiento sin límites y lo hacen con absoluta normalidad. Quizá para tratar de olvidar lo que les quitó la inocencia de la infancia de un plumazo. El principio de cada conversación es como recibir un puñetazo en el pecho y decenas de porqués amontonándose en mi cabeza.

Las madres me cuentan cómo sus hijos fueron arrojados al fuego delante de ellas, cómo asesinaron a sus maridos, cómo las violaron o las hirieron de la peor forma posible estando embarazadas. Muchas de ellas ya no tienen lágrimas. Las han gastado todas, y mientras relatan las atrocidades vividas, te miran a los ojos profundamente. Ves cómo se esfuman tus palabras y encuentras en su mirada tristeza, impotencia y desesperación, pero también la tenue calma de saberse ahora a salvo.

«Nada me gustaría más que volver a Myanmar. Pero si queremos seguir vivos, sé que ahora no podemos regresar», me dice Noor mientras baja la mirada al suelo. Ella huyó de Myanmar con su marido y sus cuatro hijos. “No tenemos muchas cosas. Tuvimos que dejarlo todo. Mi marido es granjero y teníamos cultivos y animales, pero cuando llegaron a nuestra casa solo pudimos coger a nuestros hijos y correr con ellos. Asesinaron a todas mis cuñadas. Caminamos durante dos semanas y al final llegamos aquí hace cinco meses”, me cuenta ante la atenta mirada de Salaman, su marido, y tres de sus hijos.

La minoría rohingya lleva huyendo de la violencia en Myanmar desde los años setenta. Entonces ya algunos se establecieron en este asentamiento informal. En los noventa, una nueva oleada de terror provocó más desplazamientos.

Hacia 2008, Nur Fatema llegaba a lo que se ha convertido años después en el mayor asentamiento improvisado de refugiados del mundo. Apenas tenía un año. En Kutupalong viven prácticamente todos sus recuerdos. Aquí dio sus primeros pasos, comenzó ir a la escuela, hizo sus mejores amigos y dio la bienvenida a sus dos hermanos pequeños. Con nueve años, no conoce otra realidad que no sea la de este asentamiento.

No le ocurre lo mismo a Kamrul, cuyos 10 años de recuerdos felices en Myanmar quedaron empañados por el asesinato de dos de sus hermanas. Asomarte a sus ojos es encontrarte con su tristeza. Todavía no se ha hecho del todo al que será su nuevo hogar. Para él no ha sido fácil llegar a Kutupalong, pero se siente bien aquí. “Al menos podemos vivir en paz y sé que no nos va a pasar nada malo», comenta. Tras la muerte de sus hermanas, sus padres huyeron con él y sus 10 hermanos. “En Myanmar iba a la escuela, pero aquí no puedo ir y lo echo de menos, aunque sí estudio inglés y algunas otras cosas, porque cuando crezca quiero ser ingeniero”.

Si sumamos a los refugiados que habían llegado previamente a las comunidades de acogida y a los llegados recientemente, la cifra es abrumadora: 1,2 millones de personas necesitan asistencia humanitaria urgente en Bangladés.

Como tú y como yo, los niños y familias rohingya tienen sueños grandes, pero los retos que afrontan cada día son quizá la mayor barrera para lograrlos. Una comunidad rechazada en su lugar de origen, muy vulnerable. Muchos deben lidiar cada día con las secuelas del trauma vivido y en unas condiciones muy complicadas.

Su esperanza está puesta en una vida digna y un futuro en paz, pero la violencia en Myanmar contra la población rohingya continúa. En las últimas semanas se ha intensificado y cientos de personas han llegado a Bangladés. No podemos mirar para otro lado. No debemos quedarnos callados. Hay que actuar y hay que hacerlo ahora porque, de lo contrario, nos convertimos en cómplices de que cientos de miles de niños y familias no puedan tener el presente que merecen y el futuro que ansían.

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